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De anatema en anatema

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Joaquín Ceballos Angarita

Joaquín Ceballos Angarita

Columna: Opinión 

E-mail: j230540@outlook.com


Es decir, en actitud de proscripción en proscripción, de repudio en repudio, de rechazo en rechazo permanece el colectivo nacional. Pero ¿qué anatematizamos, proscribimos y repudiamos? Obviamente, en el clímax del turbión psicológico, en el teórico discurso crítico propositivo lanzamos instintiva repulsión contra el hecho criminoso que hiere el espíritu y contra todo instinto ominoso que causa daño moral o físico o económico o ambiental a la sociedad humana.

En ese estado anímico de desazón nos toca leer, ver y escuchar noticias espeluznantes que sistemática e invariablemente nos presentan los medios de información escritos, radiales o televisivos, sobre sucesos horripilantes de ocurrencia diaria en distintos lugares del territorio colombiano. Conductas que, por la crueldad suma con la que son perpetradas, caen en la esfera de lo que el ser racional jamás pudiera cometer. Malhadadamente, eso que en la órbita del deber ser se muestra como acto inverosímil, se encuentra ínsito en el triste estadio de la realidad perceptible y tangible.

Así vemos, con escozor profundo, que una madre maltrata despiadadamente a una preciosa hija en tierna infancia, muere esta criatura a consecuencia de la letal golpiza, y la progenitora, en su intento de ocultar el corpus delicti, arroja el cuerpo de la inocente víctima a las aguas de un rio, o a un caño; en todo caso, desaparece al ser que trajo al mundo. Crimen atroz, designio de brutal perversidad, antítesis de la misión sagrada de una madre, que, por naturaleza es matriz de vida y no verdugo cruel; fuente sublime de amor, abnegación y sacrificio, no mano homicida. O que un padre o padrastro, pariente o vecino incurra en reato de violencia carnal sexual contra infantes, niñas o niños que son sus hijos o hijastros, o parientes o hijos de sus vecinos. Aberraciones infames. O que el novio o el esposo, o el compañero permanente o ex esposo o ex compañero agreda, lesione o ultime a la mujer que cautivó su amor o con la que tiene o tuvo relaciones sentimentales. Si tratáramos de hacer un acervo de la abominable tipología criminal, en una semana, extraeríamos de los medios de comunicación un listado de execrables punibles que colmaría el espacio de esta columna. Solamente los tres comentados, que en la cotidianeidad ocurren, nos sume en la pesadumbre de reconocer que la sociedad en que vivimos está enferma.

Verdad lacerante. Realidad palmaria. Un mundo utilitarista, hedonista y sibarita. Un mundo sobrepoblado en donde millones de habitantes agonizan en miseria y mueren de inanición. Una humanidad que se aparta del ser fundante de la creación y olvida los mandatos divinos. Hay, en su seno, individuos que a temprana edad han escalado a la fama, obtenido éxito profesional, logrado robustez económica y notable boom publicitario, que, con pomposa desfachatez proclaman su ateísmo, epicureísmo y apetito sibarita. Ellos son libres de escoger las doctrinas afines a sus ideales y acordes con sus apetencias. No en vano en el libre albedrío, en conocer la antijuridicidad de la acción y en querer el resultado de la misma se basa la noción penal de culpabilidad.

Empero, la anatomía social, esto es, el conjunto de personas que la integran, debe fundarse en principios y valores ecuménicos, intemporales, objetivos, que refrenen o embozalen el contradictorio racionalismo individualista. Principios y valores que posicionen perennemente los mandamientos del Decálogo; instruyan y formen en ellos a las nuevas generaciones; afiancen el derecho, la legalidad institucional, la justicia y la equidad, como elementos esenciales para construir un orden estable. La sociedad huérfana de apotegmas éticos perece atrapada en la corrupción, el vicio, la depravación y el delito. Alta dosis de estos ya tenemos. Con anatematizarlos no basta. Aumentar las penas, tampoco, si hay impunidad.


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