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Augusto

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



A diferencia del médico Salvador Allende, que fue fundamentalmente un hombre sensible y culto (o un “huevón”, como dijo de él por radio su sucesor, el 11 de septiembre de 1973), el capitán general del Ejército de Chile Augusto Pinochet creía que Ortega y Gasset era dos personas distintas, y no pocas fueron las veces en que se le escapó un “hubieron” en lugar de hubo.





No obstante, sería contraevidente afirmar que las tres cosas que el general solía resaltar de su gobierno de facto, primero, y semiconstitucional, después, fueran del todo falsas: sí resolvió el problema habitacional del pueblo chileno, sí restableció la paz en las calles (a un altísimo costo humano), y sí endureció el suelo para que el crecimiento económico sostenido se constituyera en el orgullo de aquella nación de palabras infrecuentes e indescifrables, pero ambiciosa y resuelta.

Lo demás son opiniones. 

En el Acta de Constitución de la Junta de Gobierno que lideró Pinochet desde el bombardeo al Palacio de La Moneda, en el centro de Santiago, la redacción no miente: los militares que se tomaron el poder sostenían que estaban salvando a Chile de una “´idiología´ dogmática y excluyente”, en referencia al abierto comunismo de Allende. Así que no se le puede endilgar al que fue el presidente chileno por dieciséis años y medio (no por dieciocho, como él mismo contabilizaba su período) desconocer por qué y para qué se insubordinó, ya con la ayuda de los Estados Unidos o sin ella, ya con el apoyo popular mayoritario o sin él. A lo sumo se le podría acusar de ser lector de un solo libro. 

Tampoco sería honesto desestimar que la, digamos, tesis jurídica del golpe de Estado de 1973 tenía algún fundamento, uno retorcido, pero de conformidad política: según la Junta de Gobierno, se recurrió a la fuerza porque los mencionados dogmatismo y exclusión del comunismo gobernante destruían a Chile desde adentro; y ellos, en nombre de la Constitución Política que se encontraba moribunda, ahora tenían el deber de salvaguardarla, aunque fuera a balazos inconstitucionales. De modo que no era aquel un golpe para hacerse con el mando, sino uno remedial, para evitar que otros se hicieran indebida e indefinidamente con él; o, lo que es lo igual, pero puesto de otra forma: dadas las condiciones sociales determinantes de la acción militar, la sublevación resultante era fuente de derecho, y, como tal, el ejercicio de dirección estatal sobreviniente poseía cierta legitimidad bastante.   

Todo el mundo ignora lo que había dentro de la reserva mental de Augusto Pinochet durante los días previos a la toma; eso sí, de lo que ha quedado claro, es sabido que la insurrección no fue su iniciativa, sino de gente de la Armada y la Fuerza Aérea. Él, como comandante del Ejército de tierra, se veía a diario con Allende, y por eso había quienes pensaban en el Gobierno que se trataba de un leal; son los mismos que apuestan a que su mujer, la mandona Lucía Hiriart, quien supuestamente lo había hecho subir con contactos en la escalera jerárquica del Ejército, fue la responsable de que este general hasta entonces apocado y de sonrisa sutil traicionara a su presidente, que no solo confiaba en él, sino que ingenuamente lo apreciaba. Sea como fuere: para absoluciones, la historia.