Gobernar denunciando

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM

Se ha ido conociendo a pedazos el estilo del presidente Gustavo Petro, pues el único antecedente con que se contaba hace dos meses sobre ese aspecto era el de su paso por la Alcaldía de Bogotá, una década atrás, con pocos datos realmente extrapolables a nivel país. Debo decir que, ahora que se lo examina mejor, su forma de liderazgo no se aprecia especialmente original, aunque con ello no quisiera decir tampoco que la misma no tenga valor alguno en Colombia. Enfoque similar ya se ha visto durante los últimos cuatro años en el mexicano Andrés Manuel López Obrador, al declararse enemigo jurado de la corrupción de su país y, por ejemplo, institucionalizar, a través del pintoresco Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado, digamos que el tránsito semidirecto del producto de la extinción del derecho de dominio de bienes de criminales varios, a las cuentas de los programas asistenciales (estos, acaso anhelados más por los gobernantes que por los propios beneficiarios). 

No estaría mal desnudar las corruptelas que corroen a las entidades estatales colombianas desde adentro, siempre y cuando ello se haga con responsabilidad, es decir, con plena comprensión de la necesidad del servicio público en cuestión: no debería ser la sociedad en su conjunto la que pague por la ausencia de servidores del Estado probos, a través de más vacío de función pública en cuestiones claves que el ya existente, sino específicamente esos antisociales todavía por judicializar con nombre propio que han querido enriquecerse sin trabajar y con lo que no está dispuesto para ello. Si Petro se le midiera a desnudar sistemáticamente la actividad delincuencial de estos torvos administradores de los recursos oficiales, contaría con un cerrado apoyo de parte del grueso de la ciudadanía; pues aún si este llegare a ser su único legado, es decir, la instauración de la costumbre de la moralidad administrativa en el Estado, tal sería superior al de la mayoría de sus predecesores. 

Es sabido que al presidente no le gustan demasiado las reuniones largas ni frecuentes y que su fuerte no parece ser la sesuda preparación de las políticas; da la impresión de que ni siquiera es muy aficionado a “dar línea” a su gente, con milimetría y cálculo, para así evitar errores, coordinar y anticiparse, siempre anticiparse, a los múltiples escenarios de la realidad del poder. En lo personal, creo que ni siquiera se comunica muy bien, ni muy cercanamente, con sus ministros y directores, o incluso con legisladores afines a su programa; lo que podría derivar, ya en los cortocircuitos que empiezan a notarse entre los excesivos voceros del Gobierno, ya en el advenimiento natural de escenarios en los que sea evidente la carencia de estructura para materializar tantas ideas juntas. 

No obstante lo anterior, es cierto que la suya –la que se percibe de sus actos- es una visión aceptable del problema de fondo: ¿de qué le sirve a un país alabar a sus instituciones si muchas de estas están imperceptiblemente podridas? De nada, claro. Es en ese escenario en el que un jefe de Estado de acción individual sería más útil que un dogmático locuaz, y en el que, consecuentemente, valdría la pena confiar en su desafío al modelo de gobierno ortodoxo en favor de una legalidad de resultados.

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