Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Estoy leyendo un interesante libro de anécdotas, al que, para ser justo, no debería llamarlo solo así.
Entonces, aparte de haber procedido a editarlos, y, en algunos casos, a reescribirlos, al autor que comento le cabe el mérito indiscutible de haber seleccionado acertadamente una serie de episodios de la vida, presumiblemente reales -dado el minucioso aderezo de detalles-, que le parecieron destacados por su capacidad para despertar la curiosidad humana: de esa humanidad que comparten los protagonistas de los cuentos y las situaciones por ellos vividas.
El libro tiene el fantástico título de “El fabuloso libro de las leyendas urbanas”, y fue escrito por un señor de apellido Brunvand. Pero, un momento: ¿por qué se podría asegurar que ese libro, ya desde antes de leerlo, es fabuloso?: ¿qué de él llama tanto la atención de las personas como para querer sentarse un sábado a escarbar entre las tonterías que les pasaron a otros en supermercados, parques, bares, oficinas, o incluso en la propia casa? En mi caso, hay un delicioso morbo en estas cosas, lo admito: una perversa tendencia a reírme del prójimo, cuando la pequeña desgracia en cuestión no me ha pasado antes a mí, desde luego.
Sin embargo, entiendo que no todo el mundo tiene un pequeño psicópata adentro, y que las motivaciones para leer tales anécdotas, llamadas leyendas, pueden ser otras, más o menos loables, qué se yo, en otro tipo de personas: ya una clara vocación por el chismorreo, ya por el simple cotorreo; una malsana afición por las predestinadas coincidencias de la existencia, o sencillamente por las casualidades graciosas... Cualquier motivo es válido cuando se trata de entretenimiento.
Porque eso son estas historias: nada elaborado mediante el retruécano intelectual de nadie, sino apenas jugosas pasadas que vale la pena contar y que vale la pena leer porque ilustran acerca de la simple y compleja a la vez condición humana: eso de estar muriendo desde que se nace, eso de vivir sin saber muy bien cómo hacerlo y para qué. El sano culto al absurdo es lo que impide que el ser humano se vuelva loco con las presiones del día a día: la liberación del hastío mental mediante la risa, el asombro, la curiosidad satisfecha o simplemente la complacencia del ocio. Es como esto de escribir columnas de opinión: ¿para qué se hace? Tal vez para tener algo que contar cuando ya nada más importe: para contar que se contó algo a alguien, alguna vez, y así existir un poco. El relleno también es importante porque da sentido –oxígeno en forma de imágenes- a lo importante.