En Colombia, mientras las delegaciones internacionales discutían fervientemente en la COP 16, se decide mucho más que nuevas regulaciones ambientales; se está gestando la oportunidad de una tregua entre el ser humano y el planeta.
Esta Conferencia de las Partes realizada en un país donde la biodiversidad es tanto un tesoro como una responsabilidad, se centra en la protección de ecosistemas que claman por auxilio, en particular los océanos y cuerpos de agua que dan vida al planeta y, paradójicamente, reciben nuestra basura.
Sin embargo, ¿es realmente necesaria una conferencia mundial para recordarnos algo tan elemental como el respeto y el cuidado de nuestra propia y única casa?
Nuestros mares y océanos, vastas extensiones que deberían reflejar el azul profundo de la vida, se han convertido en un triste espejo de nuestros excesos. Lo que una vez fue hogar de innumerables especies, hoy es un enorme basurero que recibe nuestras botellas de plástico, colillas de cigarro, bolsas de supermercado, y residuos de un sinfín de productos desechables.
No queda duda de que la humanidad ha transformado los ríos en cloacas. Grandes y pequeños recorren ciudades y campos, pero lo hacen cargados de desechos que arrastran hasta los mares. Es irónico: en cada rincón del mundo, el agua sigue siendo sinónimo de vida, pero hemos logrado convertirla en un transporte de muerte, llevando consigo los venenos que tiramos descuidadamente al desagüe.
Hoy en día, ¿quién puede beber con confianza del río más cercano sin temer por su salud?
Muchas veces pienso que el planeta, que durante milenios nos ha provisto de todo lo necesario para vivir, comienza a rechazar nuestra presencia, intoxicado debido a nuestros propios desechos.
Reciclar para salvar vidas suena casi como un grito desesperado. Considero que no se trata de una opción. Lo intuyo como un acto de resistencia, un intento de salvar lo poco que queda antes de que el daño sea irreversible.
Pero ¿cómo empezamos? Es en casa, en donde se encuentra el primer paso de este cambio urgente. En lugar de quejarnos por las cantidades de basura que nos rodean, podemos asumir la responsabilidad de separar los residuos que generamos: papeles, plásticos, vidrios y metales, cada uno en su lugar, y los residuos orgánicos destinados a compostaje, para devolver a la tierra lo que le pertenece. Al hacerlo, reducimos la cantidad de desechos que van a parar a los vertederos y, en última instancia, a los ríos y a los océanos. Cada botella de plástico que reutilizamos, cada bolsa que evitamos, cada pedazo de cartón que separamos significa una oportunidad menos de envenenar el agua y el aire.
Esto se convierte en una enseñanza silenciosa para los niños y jóvenes, quienes comienzan a ver que el cuidado del medio ambiente no es una tarea lejana o de especialistas, sino un compromiso de todos.
La pregunta que inevitablemente surge es si seremos capaces de salir adelante o si el planeta se sacudirá de nosotros. Ya hemos visto signos de advertencia: desastres naturales cada vez más devastadores, sequías interminables, olas de calor que transforman ciudades en hornos, inundaciones y huracanes que arrasan con todo a su paso. ¿Realmente creemos que podemos seguir ignorando las señales de la naturaleza?
Reciclar, creo que es un punto de partida, una oportunidad para evitar este harakiri ambiental. Quizás todavía estemos a tiempo de revertir el daño que hemos causado. Los invito a imaginar un mundo en el que el reciclaje sea la norma, en el que cada hogar y cada negocio adopten prácticas de reutilización, en el que la basura no sea sinónimo de contaminación, sino de recurso. Un planeta donde el aire no sea un cóctel de gases tóxicos.
Para concluir, la Tierra puede sobrevivir sin nosotros, pero nosotros no sin ella. Y quizás, si logramos cambiar nuestros hábitos, el planeta nos otorgue una nueva oportunidad. A los dinosaurios los extinguió un meteorito, nosotros estamos creando nuestra propia extinción.