Escrito por:
Hernando Pacific Gnecco
Columna: Coloquios y Apostillas
e-mail: hernando_pacific@hotmail.com
Cuando llego a una casa, si las circunstancias lo permiten, hay tres cosas que hago: mirar cuadros y demás objetos que representen arte y vida; destapar las ollas de las cocinas si el olor me atrae y la confianza lo permite, y explorar las bibliotecas. Esos tres lugares de un hogar dicen mucho de las personas que los habitan; la curiosidad invita a mirarlos con el mayor respeto. Los sentidos se agudizan, la mente explora y la razón concluye. Me hubiera encantado conocer las bibliotecas de grandes escritores, hojear sus libros y comprender su lectura mirando los subrayados y comentarios al margen, el estado en que se encuentran, el orden en que se guardan, el estilo predominante, la literatura inspiradora y muchos otros detalles significativos.
Si con los libros dialogan escritor y lector, las bibliotecas representan el pensamiento de una persona, una familia, un grupo cultural, una ciudad o un país. Hablar de libros y bibliotecas es una manera de iniciar conversaciones con desconocidos, de romper el hielo, de dialogar con los propietarios. Una biblioteca pública es un espacio libre y democrático: cada uno escoge qué leer; la buena lectura es una gran moldeadora de las personas. “El destino de muchos hombres depende de haber tenido o no una biblioteca en su casa paterna”, escribió Edmondo de Amicis.
Las bibliotecas como las concebimos actualmente no se parecen a las primigenias. Las tablillas de la Mesopotamia de hace 4500 años, los primeros elementos en mantener información permanente de forma no oral, recogieron buena parte de los conocimientos de entonces; contabilidad, medicina, astronomía, economía o matemáticas. En Nippur, Ebla, Lagash o Asurbanipal dispusieron grandes salones cuyas estanterías contenías tablillas de distintos tamaños con sus inscripciones cuneiformes. Antes de la gran biblioteca de Alejandría, se mencionan algunas rinconeras en Egipto: específicamente, la del Faraón Ossimandias en su palacio de Tebas; desgraciadamente no existen pruebas de ello. Grecia tenía las famosas de Alejandría y Pérgamo (hoy en Turquía). Por cierto, de allí se origina la palabra pergamino. De esta última librería se mencionan unos 200.000 volúmenes acerca de filosofía y otras ciencias; la de Alejandría acumuló cerca de 700.000, según relatan los historiadores. Roma construyó bibliotecas con muchas obras griegas como botín de guerra, además de las propias; hubo algunas particulares como la Villa de los Papiros en Herculano. El pórtico de Octavio y la Biblioteca del Palatino, fundadas por Octavio, eran de libre acceso; la de Ulpia, construida por Trajano, estuvo a la altura de Pérgamo y Alejandría.
Bizancio intentó mantener la unidad de pueblos muy diversos reforzando su herencia cultural mediante bibliotecas en las instituciones políticas, educativas y religiosas; la mayoría estaba en Constantinopla. Durante el auge islámico, las bibliotecas fueron los motores culturales, superando en número a las cristianas coetáneas y a las pretéritas. Influyó muchísimo el uso del papel y la facilidad de escribir en él; el pergamino era más complicado. Las bibliotecas eran construidas en madrasas (escuelas de estudios superiores), escuelas religiosas y mezquitas. Hasta este entonces, los escritos tenían la forma de rollos. Ya entrada la Alta Edad Media aparece la encuadernación y con ella los códices. En los monasterios estaban las principales bibliotecas y los monjes copistas que transcribían libros en los scriptorium; en el libro “El nombre de la rosa”, Umberto Eco describe con asombroso detalle la vida de una abadía benedictina en la Italia medieval famosa por su biblioteca, el trabajo de los monjes, el bibliotecario ciego y el misterio de un libro envenado.
Por aquellos tiempos hubo bibliotecas famosas en los monasterios de
Montecasino y Vivarium (Italia), Saint Gall (Suiza), Lindisfarne (Inglaterra) y Ripoll (Cataluña). La Corte Imperial de Carlomagno dio paso a un renacimiento literario, antesala del humanismo del siglo XV; las bibliotecas se multiplicaban; la figura principal de ese movimiento fue Alcuino, maestro de la Escuela Palatina. Él mismo fundaría la Biblioteca Palatina, una suerte de biblioteca nacional, pública, universitaria y archivo documental.