Es tiempo de que los corazones vivientes, en todos sus géneros, puedan florecer en comunión fraterna; ya que, únicamente la acción colectiva es la que nos revitaliza, nuestros propios equilibrios y sustentos.
Se nos ha asignado vivir el camino de las andanzas, sin dar la espalda a nadie. Cada corazón que late, por minúsculo que nos parezca, forma parte de ese oleaje de subsistencia. Nos merecemos, por consiguiente, un entorno inmune. Quizás tengamos que ser más cumplidores, ya no sólo con las obligaciones de los derechos humanos, sino también con el propio viento que nos acompaña con su energía, o la masa de agua que nos limpia y aviva. Unos y otros, en corriente sumatoria y sanatorial, nos ayudan a oxigenarnos, reduciendo las marcas del calentamiento global. Al final, lo que importa no son los caudales monetarios aglutinados, sino una existencia bien asistida y mejor donada, que corrija nuestro comportamiento y regenere nuestros propios hábitos correctores. La indiferencia no cabe en un orbe en el que todos pendemos de una misma raíz y dependemos de un mismo tronco. Ya nos hemos globalizado, ahora nos falta formar porción del poema y conformar la poesía interminable, de la que todos somos fracción para embellecer los vacíos.
Después de una época de endiosamiento, de acrecentar las desigualdades con un inhumano progreso, nos toca entrar en una etapa de mayor conciencia, cuando menos para aminorar luchas entre la órbita congénita y la moral, entre la realidad y el ámbito responsable. Ya no sólo necesitamos revitalizar la savia, sino también realizar cambios en nuestro estilo viviente, tanto en las fases de producción como de consumo. En la actualidad sabemos que el espacio marino produce al menos el 50% del oxígeno de nuestro planeta y que absorbe alrededor del 30% del dióxido de carbono emanado por nosotros. También nos consta que el cosmos cada día está más contaminado, intensificándose el envenenamiento y el declive de la biodiversidad, con el deterioro de la calidad de la vida humana y su degradación social. Ciertamente, no podíamos caer más bajo. Teníamos que haber limitado nuestro afán de poder, reconduciéndonos hacia ese espíritu armónico, lo que nos exige otra exploración y otra contemplativa más respetuosa con la propia normativa innata de la naturaleza, que es la que al fin nos embellece, injertándonos aliento. Sea como fuere, está visto que cualquier medio que nos circunda es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. Retomemos, entonces, nuestro propio sentido, el de vivir y dejar vivir, con la vivencia del convivir conciliados y con la conveniencia de aunar esfuerzos.