Un sueño

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Tuve un sueño como el de John Lennon o Luther King o el de muchos idealistas, de un mundo en paz.

Vi toda clase de quimeras, demonios, brujos, monstruos y engendros malignos atacando a la utopía maravillosa cuando, casi derrotada, surgió un líder decidido a defenderla, dispuesto a la victoria: no era ni político ni militar ni religioso: sólo era alguien armado solamente de la razón, seguido por una enorme muchedumbre sin instrumentos distintos a la unidad y al arrojo de hacer respetar su manifiesta decisión de lograr la paz y la libertad con respeto y tolerancia por los demás, con ganas de una vida que valga la pena vivir.

Ese adalid, capaz de unir voluntades alrededor de la concordia, expulsó a los mercaderes de un gran templo de poder hecho a semejanza de la Acrópolis. No echó a los que afuera rogaban por unas monedas sino a quienes desde dentro de él vendían con largueza la vida de los demás a unos monstruos externos de aspecto humano y entrañas de engendro.

Exorcizó los lugares y muebles, libros y escritos, y retiró del templo las imágenes de brujos, ídolos y falsos profetas. Los pestilentes demonios, aullando, salían del oscuro recinto llevándose sus abyecciones: ellos odian la honestidad, la educación y el conocimiento, la limpieza, la claridad, el amor y todo lo sano; los maléficos sectarios desterrados junto con sus cabecillas no se resignaban a la limpieza del templo y quisieron combatir al líder del bien, pero el gentío los contuvo.

Pronto, el inmundo lugar se llenó de luz y de aromas vivificantes, se sintió limpio y acogedor; provocaba leer los escritos, ahora agradables, llenos de justicia y altruismo. El líder bueno se dirigió a sus seguidores, que pedían demoler el templo, diciéndoles: "Lo que se debate en éste edificio es necesario para la sociedad; no es conveniente cerrarlo ni reformarlo ni derribarlo; sólo hay que ocuparlo con las personas precisas, que jamás vuelvan a proteger espantos y que no falte ni sobre nadie: apenas lo justo". Y se fue de templo en templo haciendo el mismo desembrujo en una jornada extensa y una lucha intensa.

Al final, reunió a la multitud en la plaza mayor y les invitó a deponer los vicios: "Pues una cosa es la ambición, impulso del progreso personal y social, y otra muy diferente es la codicia, origen de muchos males y alimento de los demonios expulsados del templo; su hermana, la soberbia, la alienta de modo perenne, y las gemelas lujuria y gula, connaturales a ellas, son también exigentes en cuanto les acompañan la falsedad, la ira, la envidia y la pereza, que comen del mismo plato".

Habló de la necesidad de adoptar ahora la humildad, el respeto, la generosidad y la caridad, sin recompensa a cambio. Paciencia, templanza y diligencia para cumplir con las metas propuestas: "fuera Mammon y Leviatán del templo; no más Lucifer ni Belcebú ni demonio alguno disfrazado de bienhechor ocupando los recintos sagrados".

La muchedumbre, animosa y decidida, entendiendo la profundidad del mensaje recibido regresó a sus hogares llena de paz y espiritualmente limpia, con el firme propósito de que las palabras iluminadas no quedaran en el vacío. Como nunca antes, todos abrazaron a los suyos en una fusión amorosa, depusieron el odio y el rencor de sus espíritus y se reconciliaron con los adversarios y hasta con los enemigos, con la vida misma.

La bondad y el respeto se fueron apoderando de la comunidad, poco a poco las aguas de la civilidad regresaban a sus cauces y la sociedad fue creciendo en armonía y altruismo. Quienes tenían en exceso daban a los desposeídos, los saludables ayudaban a los enfermos, el perdón y el consuelo se volvieron habituales, y la sociedad era cada vez más justa.

Desaparecieron los ejércitos y la guardia civil armada se convirtió en una fuerza social de ayuda; los delitos se redujeron hasta la rareza, y los tributos alcanzaron para todo lo necesario y sobraban. Era, pues, una sociedad ejemplo de respeto y tolerancia, tal como lo soñaron los filósofos de la libertad y la verdad, del perdón y la bondad. "Cuidado, amigos -les dijo un día el líder- que los demonios acechan. No nos descuidemos nunca".

Me desperté en ese punto cavilando acerca de la dicotomía entre el dictador arrogante y el líder bondadoso que todos tenemos en nuestro espíritu. Y pensé que, cuando las sociedades distorsionan la dinámica de lo colectivo, cuando el egoísmo sobrepasa a la nobleza, cuando el dios dinero relumbra falsamente y cuando los guías magnánimos se ven apabullados por los absolutistas, en vez de malvados déspotas requiere de adalides capaces de transmutar los templos del poder y la codicia por otros de respeto y tolerancia, de trocar los cuarteles por escuelas y el individualismo en cooperación. Cuanta falta hace seguir los consejos de Gandhi, Confucio o Platón.



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