Brasil a la vista

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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Hace 20 años, nuestra selección de fútbol de mayores jugaba el mejor partido de su historia, ganando, gustando, goleando a la encopetada Argentina en su propio feudo y obteniendo respeto y reconocimiento mundial. Con el resultado se clasificó directamente al Mundial de los Estados Unidos; tristemente, sería la primera en ser apeada del torneo, triste epílogo para uno de los mejores equipos que se haya reunido en estas tierras y uno de los sobresalientes del mundo por esos días.

El impulso duró hasta Francia en 1998, y de ahí en adelante fueron tristezas, unas tras otras; un melancólico ostracismo futbolero. Ahora, de la mano de José Pekerman, el talento innato de nuestros futbolistas ha regresado por sus fueros, y el equipo alista maletas para participar y, por qué no, cumplir un destacado papel en la competición ecuménica de Brasil el año entrante. Hay sobradas razones para pensarlo, más que en 1994.

El triunfo de hace dos décadas fue, naturalmente, motivo de júbilo colectivo, pero la alegría reprimida por mucho tiempo se desbordó violenta como las épocas que vivía el país. Pablo Escobar enfrentaba decididamente al Estado. La guerrilla, fortalecida con el narcotráfico, desafiaba el poder militar. Los paramilitares cometían las mismas barbaridades que sus enemigos sin la represión del Estado. Las mafias de la política se apoderaban del gobierno con el mismo combustible ilícito. El colombiano del común estaba abandonado; las fuerzas policiales no lo defendían, pues estaban enfrascadas en derrotar al capo y el ejército se internaba en las selvas para luchar contra los subversivos. La gente, pues, no tenía válvulas de escape; la rabia estaba contenida, el dolor no podía expresarse. Los policías eran víctimas de los tiroteos y bombazos de la mafia, y las personas ajenas al conflicto, inermes, sumaban más víctimas que todos los combatientes juntos. Por eso, cuando todos pararon sus guerras y se unieron en torno a la selección para los partidos de la eliminatoria, el país tuvo un soplo de paz. Pero la victoria en tierras gauchas, ese recordado 5-0, llevó a la locura social; ochenta muertos se contaron en los anfiteatros, las urgencias de los hospitales colapsaron, los daños materiales fueron incalculables. Ganar nunca fue tan doloroso.

De un tiempo a esta parte, Colombia se ha venido acostumbrando a los triunfos de sus deportistas, cada vez más frecuentes e importantes, pero también a manejar mejor las emociones por las victorias deportivas. El país entero se detiene para rodear a sus ídolos, apoyarlos y celebrar cada triunfo, a veces sin control, es verdad. En esos momentos queda en suspenso toda filosofía, religión o creencia; la nación es unísona, un espíritu único, un solo corazón palpitando por sus deportistas. Todos y cada uno de los colombianos celebramos al unísono, acérrimos enemigos se abrazan; el credo absoluto es Colombia. El deporte es la única religión que no causa conflictos cuando de apoyar al país se trata: no conocemos de choques cuando nuestros deportistas triunfan. Es diferente de la política, donde día a día se provocan enfrentamientos para imponer visiones únicas e intolerantes casi siempre, a las buenas o a las malas. Las religiones mal entendidas causan conflictos por todo el planeta; a través de los tiempos, la imposición de credos y confesiones ha sido razón para matarse entre sí: "mi creencia es la única que te salva, hermano mío". La violencia también ha permeado al deporte, particularmente de fútbol; vaya usted a los estadios de fútbol como simple aficionado y observará a las barras bravas en pie de guerra, antes, durante y después de los partidos. Las noticias dan cuenta de riñas entre los colectivos de fanáticos, a veces letales; no son infrecuentes los destrozos a lo que se atraviese en el camino cuando la derrota amarga a los desadaptados sociales. Se sabe de guerras por causa o por efecto del balompié.

Hilando fino, puede decirse sin ambages que todo culto fanático, venga de donde viniere, canaliza una violencia que parece estar aceptada como esa necesaria válvula de escape mortal. Se admite en las sociedades la presencia de política, religión o deporte como elementos sociales válidos y necesarios, pero de modo simultáneo a unos cuantos áulicos desadaptados y agentes generadores de conflicto. No son malos esos credos, faltaría más; son algunos fanáticos quienes, entendiendo mal las ideas que comparten y profesan, consideran que ellas deben imponerse a la fuerza junto con sus ídolos y ritos. De ahí que la religión llamada Selección Colombia canaliza todos los fervores nacionales por el mismo camino, juntando todas las voluntades en la misma dirección. Cuando juega el equipo, Colombia entra en paz, y hasta hemos aprendido a perder sin llegar a la explosión social de hace veinte años. Pero aún hay rescoldos fanáticos que es menester apagar, y cualquier esfuerzo en ese sentido será bienvenido.



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