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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Nunca antes, como ahora, el buen yantar estuvo tan democratizado. En cualquier sitio es posible encontrar la más espléndida variedad de manjares y comidas provenientes de cualquier sitio del globo terráqueo, cocineros de todas las nacionalidades, restaurantes temáticos y tantas escuelas de formación gastronómica como nunca antes.

La evolución de la sociedad ha dispuesto comer fuera de casa con mucha frecuencia, celebraciones en restaurantes, salidas los fines de semana y hasta el sencillo placer de disfrutar de alguna especialidad determinada sin motivo alguno. Los precios de las viandas tienen un espectro tan amplio como la calidad aun cuando no siempre guarden la esperada relación. No fue así en épocas anteriores.

Hasta el siglo XVIII, en Europa solo había tabernas, figones y posadas para tomar algún trago y comer alimentos preparados al gusto, habilidad y humor del dueño. Aquella París de esos tiempos, de tosca cultura culinaria, es influida por Catalina de Médicis, evolucionando de lo burdo a lo refinado gracias al matrimonio de la italiana con el heredero francés Enrique II. Ella, proveniente de la elegante Florencia, llega al país galo con un séquito de sirvientes que incluía cocineros y meseros, vajillas, pinches de cocina y el tenedor, una novedad posiblemente venida de Bizancio.

La "haute cuisine française" es hija de la fina gastronomía italiana. Es tal impacto que pronto en los burgueses imitan a las cortes en la nueva manera de comer. París registra en 1.765 la aparición del primer restaurante del que se tenga noticia, propiedad de un tal Boulanger: modesto sitio, tenía mesas individuales y opción de elegir entre varios platos, horarios de atención en los que servían almuerzos y cena, y una camarera que fue objeto de los requiebros amorosos de Diderot. Se decía por esos tiempos que en el sitio vendían "caldos restauradores (de ahí surge la palabra restaurante) y toda clase de platos delicados y saludables". Antoine Bauvilliers inaugura el primer restaurante de lujo 1.782, La Grand Taverne de Londres, que nada tenía que ver con la capital británica.

Según Brillat Savarín, ese lugar cumplía con los requisitos esenciales de ser elegante, tener camareros amables, una bodega selecta y una calidad superior, además de un servicio exquisito: los vinos llegaban al tiempo que la comida. La caída de la monarquía sacó a los cocineros de los palacios y los puso a competir, bien como empleados o como propietarios de sus propios establecimientos. París se había convertido en la capital gastronómica de Europa, con un creciente número de restaurantes.

La Belle Epoque es el momento de Escoffier, Nignon y Montagné, quienes superan a Carême, "el rey de los cocineros y el cocinero de los reyes". A principios del siglo XX parís tenía más de 1.500 restaurantes. Los más exclusivos -como la Tour d´Argent, Maxim´s o LucasCarlton- no estaban a tono con aquello de "libertad, igualdad y fraternidad" de la reciente Revolución Francesa; el protocolo era rígido y nada distinto del de las cortes derrocadas.

Las preparaciones eran pesadas y rebuscadas, y nada cambió hasta cuando los hermanos Troisgros, Guérard, Senderens y Paul Bocuse proponen quitar el exceso de grasa y los ingredientes indigestos, dando paso a la tendencia que en 1.973 los periodistas gastronómicos Henry Gault y Christian Millau denominarían "la nouvele cuisine française".

El oportunismo de algunos mercachifles y sus exageraciones liquidó a un movimiento bien estructurado que, sin embargo, marca la tendencia de la moderna culinaria, que con sentido de responsabilidad sanitaria propone una alimentación más sana y de respeto ambiental en cuanto a los alimentos mismos y su preparación, entre otras cosas.

Desde hace unos años en Catalunya, Ferrán Adrià experimenta con la química y la física en El Bullí (hoy cerrado y en espera de una nueva vida) basándose en los trabajos pioneros del francés Hervé This y del húngaro Nicholas Kurti, lo que comparten Pierre Gagnaire en París, Heston Blumenthal en The Fat Duck (Londres) y muchos otros grandes por toda la geografía del planeta.

No obstante, el también catalán Santi Santamaría encabeza la oposición a esa nueva tendencia, alegando que, apartándose de las tradiciones, aquellos cocineros preparan con químicos platos que no se comerían.

El Perú vive una época gloriosa con Gastón Arcurio, Flavio Solórzano y Rodrigo Conroy, entre otros muchos, quienes han modernizado las tradiciones de su tierra sin abandonar la esencia de su cocina. Aun cuando en Colombia se marca una línea en esa dirección -por ejemplo, Leo Espinosa, acuciosa investigadora de la gastronomía nacional- no existe aun el necesario consenso entre los "capos" para generar identidad, unidad y recordación: cada quien va por su lado. Nuestra riqueza es tan grande como la de México, España o Italia.

Pero hay que dejar sentadas las bases para los nuevos profesionales de modo que puedan sentirse orgullosos de ofrecer en sus establecimientos los más emblemáticos platos para que Colombia llegue a tener el reconocimiento que esos países tienen: si a España se le identifica por la paella, a Italia por sus pastas, o al Japón por el sushi, a nuestro país se le debe identificar por sus platos tradicionales y no por bellas pero anodinas elaboraciones que buscan más complacer el ego del autor que hacer de Colombia un destino gastronómico internacional caracterizado por sus más representativos platillos.