De la ética y de la democracia

Columnas de Opinión
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El auténtico bien, afirman versados investigadores, se termina imponiendo en la voluntad de la persona, ya que no es creación de voluntad individual alguna. Hoy el pensamiento actual, más subjetivista, considerara que el bien implica mayor arbitrariedad. Cada quien lo define desde su libertad y en función de sus experiencias. De esta manera, una verdad es tan valiosa como la otra y un bien tan válido como el otro. Se trata de una realidad más dependiente de la propia apreciación o deseo que del hecho en sí mismo. La voluntad, en ese contexto, queda enaltecida hasta convertirse en la fuente de valor de las cosas. 

Voluntad y subjetividad han traído implícitos efectos colaterales de importancia suma y representan una de las principales causas de las crisis socioculturales actuales por ser factores directamente relacionados con la crisis de la democracia que hoy vivimos. Si todo es subjetivo y no existen valores objetivos, todo es negociable. No existen pilares sólidos. Ese aparente triunfo de la libertad se convierte con frecuencia en su propia celda, ya que hoy por hoy el ejercicio libre puede estar sujeto a pasiones, tendencias, modas o consensos, más condicionantes que las filosofías que consideran lo bueno y lo malo con independencia de pareceres.

La ética en democracia es el hilo que teje las relaciones de convivencia, de armonía entre los miembros de la comunidad. Los valores y principios éticos son los guías que marcan el rumbo hacia una sana democracia, hacía la madurez del sistema político. Analizar de qué manera la ética puede realizar aportaciones al proceso democrático sin duda puede resultar de interés, no sólo para los analistas o para los actores políticos sino para la misma comunidad política. El fenómeno de la corrupción se ha expandido por diversos ámbitos, lo que ha generado un desprestigio de la política y de los políticos, con la consiguiente crisis de confianza de la ciudadanía.

Cuando un País descuida la importancia de la ética en la formación de sus representantes públicos se ponen en marcha los principales motores de la corrupción: la codicia, la avaricia y el anhelo de poder, enmarcados en una sociedad de consumo que exacerba el deseo de poseer, acumular riqueza y obtener placer. Una democracia sin ética desvía su rumbo, se dirige a la desintegración, a la alteración de esta forma de gobierno. Una democracia que ignora a la ética puede derivar fácilmente hacía la oligarquía, o peor aún, hacía la dictadura, sea política o económica.

Es por ello que resulta claro que si en las democracias lo bueno y lo malo de define por mayorías y no por principios superiores, la confianza suprema está fincada en esas voluntades, que desafortunadamente no siguen un comportamiento completamente autónomo, sino que se encuentran en mayor o menor grado sujetas a condicionamientos, restricciones, influencias no desinteresadas y, con más frecuencia de la que quisiéramos, a manipulación, como es el caso cuando hemos visto entrevistas en la que los participantes de una marcha desconocen y hasta malinterpreta, la causa o causas que, en principio, acogen.

Si los más deciden, pero al mismo tiempo son manipulables, finalmente las decisiones –también las referentes a definir lo bueno y lo malo– son realmente una posición de minorías que consiguen sus objetivos porque tienen influencia, poder o recursos. Si los triunfos democráticos son sesgados, se entiende que el enojo que generan en las contrapartes, inconformes de perder ante una posición no objetiva, como se dice en estas épocas de polarización; razón por la que muchas corrientes políticas contemporáneas no se refieren únicamente a una postura económica o política, sino que expresan decisiones que catalogan la verdad o la bondad de cosas asuntos y sucesos.

Soy un convencido que es y será, al menos del corto al mediano plazo superar la democracia, importa entender sus deficiencias y tratar de solucionarlas. No hacerlo como debe ser, esto es con diligencia, agrava los defectos de este sistema de gobierno hasta hacerlo tan nebuloso que abra espacio a los malsanos, denigrantes y hasta perversos totalitarismos. El subjetivismo imperante que privilegia la voluntad como fuente del valor de las cosas está en crisis evidente. Razón por la que en nuestra intención por hacernos a mejores sistemas de gobierno, no debamos ni podamos desatender aspectos éticos y morales, en un sincero deseo de encontrar con objetividad la bondad o maldad de las cosas, así como la existencia o no de verdades profundas.