Nuevo síndrome de Estocolmo (I)

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



La cuestión de los inmigrantes altera el mapa político de Suecia. El avance del radicalismo nacionalista y xenófobo en Europa no es noticia nueva, pero es fenómeno creciente que adquiere significación política en diferentes países, y exige tratamiento acertado y oportuno, antes de que sea tarde. La suerte de diferentes procesos democráticos comienza a depender precisamente del rumbo que tome la controversia sobre las migraciones. Y Suecia, como abanderada histórica de la acogida a migrantes y asilados, es un terreno de alta significación en esa materia.

La semana pasada causó regocijo el hecho de que una mujer hubiera llegado, por primera vez, a la jefatura del gobierno sueco. Magdalena Andersson resultó elegida como primera ministra, y su gobierno, aunque minoritario, era viable, siempre y cuando la coalición que presidía se mantuviera de ahí en adelante unida.

Horas después causó revuelo el hecho de que Magdalena hubiera renunciado al cargo. Su condición de género afortunadamente no tuvo que ver con ese desenlace, originado más bien en la lógica implacable del funcionamiento del poder en el sistema parlamentario, que exige la garantía de apoyo político suficiente para toda propuesta legislativa. En este caso, como suele suceder dondequiera que se vaya a decidir sobre el reparto de los recursos públicos, el punto de discordia fue el del presupuesto. Sin apoyo suficiente a su proyecto, se tuvo que ir, por el momento.

No cabe duda de que, más temprano que tarde, se aprobará un presupuesto y seguramente la misma jefe de los socialdemócratas presidirá otro gobierno minoritario, hasta que lleguen las elecciones generales de 2022. Pero el reto más importante que deberá enfrentar será más bien el del avance de un factor que va en contravía de la tradición de apertura hacia disidentes, refugiados y solicitantes de asilo, procedentes de países en crisis, que ha caracterizado a Suecia.

Como la entrada de personas venidas de diferentes regiones del mundo, con sus características y tradiciones, mal podría consistir en una simple adhesión al modelo de una sociedad nórdica, es natural que el encuentro con los suecos produzca efectos culturales de doble vía. Además, resulta inevitable que en la vida cotidiana salgan a flote rasgos propios de las afiliaciones culturales y prácticas religiosas de los extranjeros, que pueden ser objeto de diferentes lecturas y reacciones.

La sociedad sueca, que se ha enorgullecido tradicionalmente de vivir conforme a valores inspirados en la solidaridad social, sobre la base de un modelo de bienestar generalizado, a través de servicios públicos financiados con una fiscalidad incisiva, ha disfrutado de un amplio consenso sobre esos principios. De manera que no solo el partido socialdemócrata, hegemónico a lo largo de varias décadas del XX, sino el de los Moderados, conservador, el Liberal Popular, el de Izquierda, antiguo comunista, el de Centro, ligado a la Suecia rural, el Demócrata Cristiano y el Verde, han sido fieles al modelo, en lo fundamental, sin perjuicio de interpretaciones y ajustes.

No han faltado, claro está, momentos de crisis en los que alguien ha podido llegar a pensar que el sistema colapsaría para dar rienda suela al neoliberalismo, pero ello no ha ocurrido. En cambio, las migraciones contemporáneas van produciendo un efecto preocupante, entre otras cosas por el surgimiento y avance de un partido que saca provecho de las inquietudes que el fenómeno suscita y, a la manera de partidos equivalentes en otros países europeos, plantea propuestas incompatibles con los principios y valores tradicionales de la sociedad sueca de las últimas décadas.


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