Las casas del diablo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Soy escéptico en cuanto a ciertos temas que para otros son verdades incontrovertibles. Por ejemplo, no creo en apariciones, duendes, espantos, brujas y demás presencias sobrenaturales extrañas. En realidad, temo a los vivos; los muertos no me intimidan. En mi adolescencia, cuando ya salía y regresaba solo a casa, sí me atemorizaba pasar frente al cementerio San Miguel de Santa Marta después de las 12 de la noche, cuando las ánimas en pena se levantaban de sus tumbas y salían a buscar su camino al más allá sin encontrarlo. Con ululares sobrecogedores espantaban a los transeúntes, decían las leyendas urbanas. Jamás me sucedió, aun cuando algunos manifestaban haberlo vivido.

Después de que mi familia se mudó de la ciudad, durante mis vacaciones universitarias en Santa Marta me alojaba donde mi amigo y compañero de estudios, Franco Escobar. Una noche, hacia las 2 de la madrugada, regresábamos a pie de una fiesta rumbo a casa. El plan era bajar por Santa Rita hasta la 5ª, caminar hacia el norte y subir por la calle 14, donde vivían los Escobar. Al llegar a la Avenida Santa Rita con Avenida Bavaria, frente al cementerio, Franco me convenció de seguir por la carrera 8ª hacia el norte para buscar la 14.

Aunque me parecía peligroso por la oscuridad nocturna cómplice de los asaltantes y el temor al camposanto, acepté ir por esa ruta, más corta. Santa Marta ofrecía pocos peligros en esos tiempos; llegamos sin novedad. Me levanté hacia las 10 am y mi sorpresa fue enorme; en la terraza de la casa se encontraba “Medio Pueblo”, un gigantesco y corpulento atracador que asaltaba especialmente a los “cachacos” (entiéndase, ciudadanos no caribeños) y extranjeros, pero casi nunca a los samarios. Franklin, así se llamaba, le había dicho a la “turca” Margot, madre de Franco, que tenía algo que decirnos y ella lo hizo seguir.

En cuanto me vio, me saludó diciendo: “Patroncito, no vuelvan a andar por dónde pasaron anoche”. ¿”Qué pasó, Franklin”?, pregunté. “Anoche, usted y el patroncito Franco iban caminando por la 8ª, y les íbamos a caer; los reconocí a tiempo y les dije a los muchachos, quietos, y les ordené que los escoltaran hasta cuando llegaran a casa”. A todas estás, Franco hibernaba. Le brindé una gaseosa fría, algo de comer y algún dinerillo a modo de gratificación. Se despidió y me quedé pensando que los espíritus del cementerio no habrían hecho nada distinto a espantarnos y hacernos correr despavoridos; los de carne y hueso, que pudieron hacernos daño, fueron ángeles guardianes, paradójicamente. Ni siquiera los percibimos. Así, disipé mis temores por los espantos inmateriales y aprendí que debía cuidarme de los peligros tangibles.

Hace poco escribí acerca de edificaciones abandonadas; algunas de ellas alojan historias trágicas y fantasmas que obligaron a su abandono definitivo por el terror que despiertan. Regaladas parecen caras; nadie osa habitarlas. Además, restaurarlas cuesta una fortuna, sin garantía de habitarlas o volverlas negociables. Ni siquiera restauradores o trabajadores las intervendrían. Son las “casas del diablo”. Casi siempre registran una historia común: alguien que llega a la ciudad para luchar la vida, logra rápidamente una gran fortuna y erige una imponente edificación. Surge el rumor de un pacto con el diablo; abundante dinero a cambio de un alma en un plazo definido. Cuando se cumple el tiempo pactado, suceden hechos escalofriantes, sobrecogedores, que terminan en tragedias y abandono de las edificaciones. Los dueños se marchan y el diablo se posesiona de la casa, espantando con su presencia a quien se atreva a traspasar el umbral.

México cuenta con algunas de ellas. En Cholula hay una muy particular; es un museo en cuyo mural se representa una celebración dedicada al diablo. Otras aparecen en Guadalupe (Nuevo León) y en Veracruz. Se reporta otra en Tacna, Perú; en la región amazónica del Ecuador, hay un relato basado en hechos reales llamado Pungara Urco: la casa del diablo. Colombia también tiene las suyas.