Después del crepúsculo

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Estuve leyendo la entrevista hecha hace unos meses a Nando Parrado en una revista colombiana; se trata, Nando, del reconocido impulsor de la supervivencia de otros quince jóvenes uruguayos que, además de él, en octubre de 1973, viajaban con algunos familiares desde Montevideo hasta Santiago para jugar rugby colegial en la aún conmovida capital chilena (después de todo, acababa de pasar el septiembre de Pinochet). El avión en que viajaban inicialmente 45 personas cayó en punto ciego para los rescatistas, en algún lugar blanco de nieve entre la inmensidad de la cordillera de los Andes que por allí comparten Argentina y Chile: el fuselaje de la nave se partió en dos, había cuerpos inertes por todos lados, los pilotos estaban muertos, no tenían nada para comunicarse con la realidad, así como tampoco agua o comida, y es un sobreentendido hablar del frío. Situación dura como pocas.
Cabe agregar que Parrado quedó inconsciente durante varios días, difícilmente vivo, y que, cuando despertó, lo hizo para recibir la noticia de que su madre y hermana, que lo acompañaban en el viaje, habían fallecido.
La película de Hollywood, de 1993, es más o menos fiel a lo ocurrido; lo comprobé cuando leí el libro que escribió en 1974 un periodista británico, Read, a partir de la reconstrucción fáctica que hiciera merced a las conversaciones individuales sostenidas con los que vivieron para contarla. No está dicho claramente, pero se desprende del subtexto que su escritura era un encargo; no hay que olvidar que el aeroplano siniestrado era uno de la Fuerza Aérea Uruguaya, fletado expresamente para hacer el vuelo internacional de recreo de unos muchachos de la clase alta montevideana; y, especialmente, debe recordarse que, más allá de la celebración nacional, al cabo de más de dos meses de haberlos dado por perdidos, y del feliz recibimiento, persistió mucho tiempo después, a voz susurrada, la especie de que el canibalismo presentado en la altura había sido resultado de una confrontación darwinista en la que presuntamente habrían prevalecido los más fuertes. De todo se dijo, como es costumbre, y por eso la historia se ha contado mil veces.
Nando Parrado se ha pasado cuarenta años reconstruyendo los hechos, dictando conferencias de liderazgo o similares en todas partes, hablando del asunto. Quizás por eso, o acaso por efecto de un deficiente entrevistador, contestó a estas preguntas con cierto mal disimulado hastío: repitió frases con las que quería insistir en que el asunto ya pasó. Lo cierto, sin embargo, es que el espíritu de aquello jamás pasará. Una reflexión suya, entre varias, evocó que la vida es eterna lucha, y que así, y solo así, todo esto tiene sentido; dijo que él y sus acompañantes tomaron conciencia a los veinte de algo que la mayoría de la gente descubre a los ochenta, pero no desveló qué. ¿Podría ser, ello, algo como que negarse a morir, a pesar de los indicios en contra, fortalece la voluntad de vivirlo todo, al tiempo que sensibiliza? Parece muy obvio, parece un lugar común o el lema de la aguerrida selección uruguaya de fútbol; sea como fuere, no me atrevo a cuestionar en eso al hombre que, viendo el infinito lleno de picos de montañas, con el alma hecha nada, sin apenas equipo de escalada, y a costa de engullir carne humana cruda, decidió que no aceptaría la imposición de un asustadizo llamado destino, que suele entregarse cuando ve que su provocación se hace acicate en la sangre de los que porfían más allá de toda duda, razonable o no.