Gatita

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM

Si mal no recuerdo, aparte del desprestigiado exrey de España, el último monarca europeo que visitó estas tierras fue el cobardón de Holanda (¿o Países Bajos?: nunca he entendido a esa gente y su naturaleza dual), que salió huyendo de Colombia el año pasado, al cabo de escasas siete horas de estadía protocolaria, como si no le hubiera pasado cosa distinta que ser en exceso bien tratado aquí. (Tal vez Ámsterdam le hacía falta, con su paisaje de prostitutas anaranjadas y drogas que allí necesitan para vivir). Ahora se anuncia que el adorno viviente del Reino Unido, el príncipe Carlos, vendrá a honrarnos con su presencia a finales de este mes. Alabado sea Dios. En Bogotá ya hay algunos que hacen votos a ver si el norte de la capital logra por fin parecerse a Londres, y así los británicos se animan a colonizarnos y poner orden por aquí. Hay mucha angustia.
El muchacho de 66 años al que sus súbditos le financian sirvientes que hasta le ponen el dentífrico en el cepillo de dientes vendrá a visitarnos con su exquerida, y ahora duquesa, Camila Parker, en formal representación neo-imperial. Debería venir la propia Reina, entre otras cosas, a agradecer a los descendientes de Turbay el apoyo traidor y abusivo que recibieron de él, en nombre de los mudos colombianos, cuando el asunto de las Malvinas; pero, tal vez, doña Isabel no viene debido a sus 88 años, o, acaso no lo hace porque recuerda que por estas usurpadas posesiones de ultramar, además de ciertos elementos rastreros, también hay gente como Hugo Chávez, quien le mostró con un beso calculado que, al menos en una parte de Latinoamérica, el Dios que existe es diferente: los reyes son iguales a cualquiera y no están a salvo de la guillotina moral.
En pasadas semanas, David Cameron, el primer ministro británico, se convirtió en el hazmerreír del planeta cuando, micrófono abierto sin saberlo, dijo, literalmente, que el resultado del referendo por la independencia de Escocia (favorable a la unidad en torno a Inglaterra) hizo que la Reina ronroneara de gusto (como, hoy entiendo, lo haría una gatita: quizás una gruñona e histérica, por sus años, claro). Más allá de las francas risas que el episodio ha generado, el bueno de Cameron deja ver con su boca floja la realidad de las cosas en esta época de la historia: ¿a qué descerebrado le importan los soberanos todavía, cuando en un mundo de hambre y enfermedades crecientes el igualitarismo se impone, y lo hace a la brava?
Hablando con una amiga escocesa, que estaba a favor de la dependencia de su país, me convencí de lo que ya intuía: no votaron en Edimburgo para quedarse debido a que hubiera un sentimiento de cohesión provocado por la monarquía; al contrario, se cuidaron mucho, los promotores de la no independencia, de apelar a una institución a la que le deben de quedar tantos años como paganinis. En Catalunya, esto se sabe: atacar a la familia real -la del Rey medieval, cazador en África- es atizar la rabia de la gente más despabilada, y es con esa emoción perdurable que se hacen las revoluciones. Recuérdale al trabajador, en cualquier parte del mundo, que él, con su sudor, les paga vidas de vagancia a reyes, hadas y duendes, y tendrás el capital político necesario para una secesión. Pues lo ridículo se hace evidente con el tiempo, que pasa inexorablemente y lo cambia todo, aunque alguna vez ello haya parecido imposible, Gatita, es decir, Su Majestad.

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