Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Es inevitable que la política pública de paz que el presidente-candidato Santos, cumpliendo y haciendo cumplir la Constitución Política, ha querido ejecutar, sea juzgada ahora que la época electoral alcanza su punto de ebullición. Lo que no es normal es que se dude siquiera de que la paz es necesaria en Colombia: paz en el campo, paz en las ciudades, paz social, paz que siembre civilización y que erradique la barbarie de la guerra. La paz, tan abstracta como suena, debe ser, sí, una verdadera obsesión de un pueblo cuyos niños más pequeños mueren calcinados en buses malditos, porque las instituciones que deberían garantizar que eso no pasara nunca sencillamente no funcionan: están llenas de corruptos e incompetentes, todos ellos hijos de la ignorancia y de la estupidez, vástagos indirectos de una guerra que no permite que seamos más.
(Recuerdo a Horacio Serpa en las elecciones presidenciales de 1998, yendo de un lado al otro con un compromiso programático claro, pero inasible, la paz. Sí, la paz. Serpa no venció en unas elecciones que tal vez debió ganar para así evitarnos a Pastrana en la Casa de Nariño (todavía no era la que sería, después, la prostituida Casa de Nari). No lo hizo, entre otras cosas, porque el conservador, "poco brillante" y todo, acaso encontró en sus asesores la clave para arrastrar el voto de millones: él, de pronto, era el interlocutor válido para la guerrilla de las Farc. ¡Cuál guerrilla!: él era el único tipo con el que Tirofijo quería hablar, no había otro. Andrés Pastrana, no se sabe cómo, era el hombre de la paz, y la paz entonces era La Paz, la ausencia de guerra. Parece que era más fácil definir las cosas en ese tiempo, aunque no haya pasado tanto).
Santos ha intentado hacer la paz mediante una estrategia que ha sido considerada equilibrada y necesaria. Diálogos, sí, pero sin entregar un solo centímetro de territorio nacional para ese fin. Guerra contra la insurgencia, también, pero sin los falsos positivos y los demás abusos de militares que, evidentemente, caracterizaron los años de extravío bajo el uribismo. Santos, que no lo es de mi devoción, ha hecho lo que ha tenido que hacer. Ha cumplido con su deber desde adentro en materia de paz, modernizando al país, re-institucionalizándolo. ¿Quién podría decir lo contrario? Sólo pueden hacerlo aquellos que no logran diferenciar entre el pasado y el futuro. La construcción de un nuevo país requiere de la negociación de las diferencias de clase apuntándole al realismo más grande que el hombre podrá concebir jamás: sí es posible mejorar entre todos.
No me gusta ver lo que veo en estos días, con el país dividido a más no poder -la luna y sus caras: oscuridad y luz-, pero he tomado partido a consciencia, y lo mantendré hasta el fin. Me uno a los de la paz, y rechazo radicalmente a los de la guerra, la venganza, el odio, el cinismo, el paramilitarismo, los falsos positivos, los amigos narcotraficantes, el matonismo como filosofía de vida, la canallada como bandera, el crimen como aliado, la ignominia como religión. No hay necesidad de nombrarlos, ellos saben quiénes son. Y cada vez tolero menos su intolerancia.