La destemplanza social

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La política, en general, no es lo que los libros de texto dicen que debería ser: una contraposición de intereses que deriva naturalmente en la lucha por el poder de decidir; el poder de tomar decisiones, de manera particular, pero, increíblemente, en nombre de todos, lo acepten éstos o no. No, la política es más compleja que eso, pues en algún lugar del camino como que puede degenerarse, y de cierta forma ya no tratarse más de imposición en la disputa ideológica dentro del conglomerado, sino apenas de destruir al contrario; se convierte en su antípoda: la irracionalidad, un vano ejercicio de venganza. Es lo que ha pasado, por ejemplo, en aquellos países que hoy nos ilustran con sus desgracias debido a haber padecido alguno de los totalitarismos recientes, cuando uno de los lados de la balanza utilizó el peso de las mayorías para intentar negar la existencia del otro extremo, por miedo, por odio, por las dos cosas, o porque simplemente podía hacerlo.
La virtud capital de la templanza, esto es, la capacidad que tiene una persona de dormir al lado del paso de un tren, de no salir corriendo ante los grandes problemas, de no desesperarse en la soledad, de sentir la presión de los acontecimientos y aun así no permitirles a sus nervios quebrarse, es una de las dos caras de la misma moneda cuyo revés es tanto más impresionante: la valentía que tiene alguien de no aplastar al rival cuando nada -excepto la aprensión interna- impide que lo haga. Los individuos templados, así, se diferencian de los que no lo son por la elaboración de un gran dominio propio; autoridad que suele ser percibida por los demás, y en cuyo reconocimiento, las sociedades, históricamente, instintivamente, han tendido a delegarles -a su distintiva fuerza- la posibilidad de mandar. Esta tendencia es cosa humana y falible, o sea, sujeta a errores; de modo que, cuando alguna de esas sociedades está enferma de destemplanza, como la nuestra, bien podrá elegir líderes que la representen justamente por ello, y no por lo contrario.
A Colombia le han seguido tocando en suerte gobernantes carentes del equilibrio suficiente para trabajar en contra de la venganza nacional que, tanto la conquista, como la colonia y la independencia, por igual, nos dejaron pendiente. Y es dable pensar que eso es así porque, en efecto, dichos mandamases han arreglado su selección pública merced a la promesa susurrada de perpetuar la desaparición del maldito diferente. No ha habido, pues, en ellos, un ánimo conciliador, constructor de soberanía popular, sino su opuesto: un ánimo de legitimación de aquella repugnante colectividad de tardos que condicionan la dignidad del que se deje en razón de su grado de resignación ante el título de invitado a esta tierra, la que, písese donde se pise, seguro tiene dueño. La occidental modernidad del "Descubrimiento de América" revive aquí todos los días.
El más representativo poseedor de esa verdad sabida de destrucción ha sido, hasta ahora, Álvaro Uribe: el elegido de las escandalosas minorías pro-desigualdad que ahora pretenden entronizar en la Casa de Nari, confiando en el potencial de ceguera de los colombianos, a un orgulloso pelele. Se trata, entonces, una vez más, de la irracionalidad. El que logró agrupar y hacer fuertes a los enemigos de su propio país, nacionalistas cuando toca (simples mayordomos de cabalgata en el "Patio trasero" del yanqui), el que usó el poder resultante para acabar con todo "impedimento" en su camino, todavía no entiende la derrota que le reclama la Colombia que no quiere más espionaje criminal, sino paz, entendida como lo que tiene que ser realmente la vida de relación, más allá del cese al fuego: templanza social.