Quemadura en tiempo real

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El horroroso crimen de desfigurar a una persona, a una mujer, a una mujer atractiva, a una mujer atractiva de la clase alta colombiana, bogotana, en pleno Norte de Bogotá, ha dado para todo en la radicalizada Colombia, país de los extremos irreconciliables. Desde el pedido de lapidación que hace un directivo (y, seguramente, futuro ministro de Estado, de nuevo) de la campaña del presidente-candidato Santos, hasta la oportunista intervención en los medios de comunicación del abogado de la víctima, el fastidioso De la Espriella; y ello, pasado así al vapor de la delicada discusión que genera la pregunta, con respuesta anticipada, relativa a la cuestión subyacente de que, lamentablemente, es la pura verdad que si Natalia Ponce -cuya tragedia conmueve- no hubiera pertenecido a la clase social que pertenece, el escándalo no habría sido como es: determinador de la inflación de las recompensas por los agresores -ahora, por todos ellos-, y de la evaluación de ciertos aspectos de la política criminal franqueable que tenemos.
Quiero tocar un punto particular dentro de esta miríada de conjeturas; un punto que debe matizarse para que se entienda, y para que no me lapiden a mí también, o me quemen, sin ácido sulfúrico. Hablo del papel incendiario de los periodistas de televisión en un país que anda incendiado hace ya mucho tiempo. ¿Y eso?, ¿qué culpa tienen los noticieros, si ellos nada más informan, si ellos nos hacen el favor de no dejarnos en la oscuridad de la ignorancia? Bueno, pues ninguna, más allá de escribir en la conciencia colectivizadora de un pueblo manipulable la promesa de una historia interactiva y de características dinámicas, viva; algo que la tecnología de las comunicaciones permite hoy en día con creces: la construcción de la noticia antes de que ella siquiera pase.
Yo me imagino a más de un individuo trastornado por aquella enfermedad del odio, parado frente al televisor, viendo el despliegue emocionante de atención que recibe, quien simplemente destruyó en vez de crear, y saboreándose con el dejo a celebración que ofrece el detalle, no por excesivo, menos confuso, de una situación de esas reveladoras, complejas y siempre inciertas, que llegan a parecer, al trasluz de los resentimientos, toda una suerte de manifestación justiciera de la ira de Dios mismo: de su dios, personal, vengativo, sádico. Pues se ve lo que se quiere ver. Puedo escuchar las ideas de íntima sabiduría del mal nacer sin tener que estar ahí, cualquiera puede: imagínense el gusto de causar dolor, todos lo hemos hecho; ahora piensen en causar tanto dolor como para que el otro no pueda librarse nunca de nuestra imagen, de nosotros, que somos tan importantes, y que nos han herido tanto: la crueldad como una manera de existir. Maldita sea. Es sabido que los cobardes se alimentan del miedo del que se deja amedrentar por ellos: qué tal si no seguimos haciendo tanto bochinche periodístico, y nos volvemos serios, y presionamos la construcción de la dignidad humana en la vida cotidiana, para no tener que sancionar, sino muy de vez en cuando. Informar no es constituirse en profetas del deseo teñido de amarillo vendedor…, y de rojo sangre.