Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Veía con insistencia -a intervalos semanales-, adornando los postes de la luz bellamente atravesados en el andén, el colorido aviso, sin pararme a leerlo.
Alcancé a pensar al vuelo que tal vez se trataría de uno más de los anuncios de recitales de aquella sinfonía celestial llamada reguetón, que bastante abundan en nuestras calles, casi tanto como los huecos. Un día, finalmente, comprendí que "La verdad sobre el caso Harry Quebert" no podía ser el título de una música carnestoléndica, jacarandosa, cadenciosa e incitante, como lo había pensado, sino el de una gélida película sueca.
No sé exactamente por qué, pero no podía haber pensado que a estas alturas de la vida una editorial tuviera tanta confianza en un producto literario suyo, al punto de pagar por esa publicidad barata del cartel -aunque todavía efectiva- para impulsar la venta de simple papel impreso, como si viviéramos en los tiempos de Balzac, en la tierra de Balzac.
Luego me di cuenta de que no se trataba de cualquier editorial en lengua española, ni de cualquier novela. El autor, un suizo de 28 años, ganó, con este libro de casi setecientas páginas en francés, una cantidad de premios literarios europeos tan notoria, que te detienes a pensar al menos si no será verdadera la razón de tanto estrépito.
Así pues, puse manos a la obra hará dos meses largos, y apenas acabé de leer hoy lunes, 11 de noviembre. (En la novela, la acción importante termina el mismo día, pero de 2008). Estamos hablando de un libro que se lee rápido, sin embargo.
Creo que el lomo grueso de la edición tiene la doble función de justificar, por un lado, el precio de venta, que entre nosotros siempre será alto si se lo compara con una botella de güisqui; y, de otra parte, halagar la capacidad de concentración y entendimiento del lector, quien, acumulando buen número de páginas en un par de horas, puede llegar a sentirse más inteligente, y hasta más apuesto de lo que es. Ese debería ser efecto de todo buen libro en últimas, digo yo.
Joël Dicker ha logrado reinventar con su estilo el thriller, digamos, literario. Pero ha ido más allá de eso: ha construido realidad casi real con su texto, a partir de las múltiples realidades de la historia grande que engranó. Todo un prodigio de ingeniería, paciencia, habilidad, y lúcida manipulación, aunque en desmedro de la poesía, lo que, teniendo en cuenta el género, y lo que se quiso contar, tal vez no pudo ser sino así.
Ahora pienso en Pérez-Reverte, español, que en uno de sus libros de ficción empieza con la reflexión nada ligera de que hoy muchos autores tienden a aburrir con sus narraciones extremadamente personales, escritas desde un inmenso Yo, so pretexto de querer hacer terapia para librarse de sus propios "demonios", sin detenerse a pensar que con ello están mandando al mismísimo demonio a sus pobres lectores, quienes, como las chicas -como en el título de tal película-, "sólo quieren divertirse".
Dicker parece haber asimilado al curtido Reverte: escribió una historia clásica de entretenimiento; pero no sólo hizo eso, y es aquí donde viene su aporte.
Armó una novela-reality, con plena consciencia, y revalidó el poder de la literatura a través de la persuasión del receptor mediante el recurso de la diversión; cuando lo tuvo divertido, interesado, distraído con la promesa cumplida a medias de no cansarlo con filosofías, le aplicó una dosis de pragmática profundidad a la trama que tiene encantado a medio mundo por el contraste tan evidente como sutil. Si tengo que decir si la recomiendo o no directamente, lo hago: léanla.