Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Hace ya tiempo escribí aquí una columna sobre el espíritu de corrupción que se esconde detrás de la leguleyada imperante en casi cada cosa cotidiana que un ciudadano vive en este país; no he cambiado de opinión, y creo que no lo haré sino hasta el día en que pueda ver que las leyes promulgadas en Colombia obedezcan siempre, en todos los casos, a algo llamado el "bien común", que no es más que justicia en las relaciones entre personas humanas, los colombianos, quienes deberían ser insistentemente iguales en sus derechos y obligaciones.
Las regulaciones nuestras, más allá de si son leyes de la República, o apenas sus meros desarrollos parciales o locales, suelen tener implícito el cierto regusto a trampa que nos ha hecho célebres alrededor del mundo: las innumerables trabas que sufre cualquier desprevenido para disponer algo acá tienen lógicamente su razón de ser en un medio de avivatos privilegiados como éste, o si no pregúntenles a los de Brigard y Urrutia, o al doctor Fernando Londoño. La dificultad de los trámites, entre nosotros, suele encubrir simbólicamente (sicológicamente) el revés del chanchullo que hacen los que, por lo demás, no encuentran oposición informada para ello.
Ser abogado en Colombia debería ser una gran responsabilidad patriótica, en lugar de constituirse en la oportunidad para burlarse de la sociedad que estamos construyendo. Cuando empecé a estudiar derecho tenía eso en mente, como muchos otros jóvenes. Al llegar a la escuela jurídica era tal mi celo por la corrección en los asuntos sociales que me parecía increíble, recuerdo, que hubiera que luchar por la creación de normas benévolas, cuando me parecía muy evidente que lo bueno para todos era lo que tenía que imperar siempre, y que, por eso, no podía ser tan difícil conciliar lo de ganar plata y hacer, a la vez, como El Chapulín Colorado, una hermosa defensa de la verdad. Ingenuidad, ignorancia…, no lo sé. El hecho es que hoy añoro esas épocas en las que creía en la nobleza de los Infieles.
Hay gente, en cambio, que llega a los códigos con las cosas no tan límpidas, aunque evidentemente definidas desde entonces en su cabeza. Hablo del que empieza a estudiar derecho sabiendo exactamente lo que quiere hacer más adelante: defraudar a la misma comunidad que le encargará velar por la paz entre sus miembros, y sacarle provecho a eso (no sé cuál será el deseo primario). Letrados como éstos pueden ser, desde luego, muy exitosos, aunque odien a su patria. Pongamos por caso a la prestigiosa firma Brigard y Urrutia, de Bogotá.
El lío en el que está metida es muy lindo (jurídicamente hablando, claro, y garantizándole la presunción de inocencia, claro): se le endilga, entre otras cosas, haber asesorado a sus clientes para hacerse por nada con tierras legalmente sólo transmisibles al campesinado, a través de una maniobra que podríamos llamar de leguleyos de alta estirpe: hacer pasar por españoles a sus asesorados colombianos para con eso aprovechar el Acuerdo de Promoción y Protección Recíproca de Inversiones vigente entre Colombia y España, y así, beneficiarlos con las prerrogativas de que gozarían los inversionistas de ese país, los que no tendrían la restricción de ser colombianos en caso de que "en hora mala" se pillara, como se ha pillado, lo de la compra irregular de los baldíos, bien denunciada por el corajudo senador Robledo. Era, ya lo han dicho otros, un blindaje en caso de emergencia.
¿Podemos, los abogados, en estricto rigor, instrumentalizar las normas de esa forma truculenta, para ganar? ¿Nos está permitido por el decoro profesional determinar el quiebre al sentido de una ley, sin importar que técnicamente nos podamos amparar en una interpretación de algún modo excluyente de responsabilidad? ¿Necesita Colombia que los abogados velemos por los intereses de los más desprotegidos, o simplemente hay que rendirse ante la idea de que en la vida lo que importa, sin más, es ganar metálico a como dé lugar?