Agua-panela

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



A veces me da por trotar. Especialmente para pelear con eso del hígado graso y demás malestares propios de la edad, de pronto un día se anima mi espíritu y mis piernas sienten la potencia, la imperiosa necesidad de desbocarse calle abajo, empujando al resto de mi humanidad al abismo de la asfixia, que es una muerte lenta y penosa.

Suelo terminar acezante sobre el pavimento, maldiciendo los dos que tres cigarros que a veces me fumo sin pensar, y sin poder reconocer apenas nada en ese momento (porque además troto sin gafas, claro), y deseando estar durmiendo en mi cama a esas horas de la madrugada (6 a.m.), en lugar de andar sudando hasta el líquido de las lágrimas, como un loco que no tiene nada más que hacer. Cuando se pasa el efecto del sobreesfuerzo, me sobreviene entonces una pequeña dosis de bienestar químico, que, supongo, mi cuerpo se permite a sí mismo -a la savia torrencial- para compensar la tamaña insensatez de andar buscando fenecer por ahí, sólo porque sí, sin que sea una digna bala enemiga la que te mate antes que el hígado traidor ese. Dios sabe que aún sufro cuando me acuerdo, como ahora.

La fuerza de voluntad, sin embargo, es la gran beneficiada con el trabajo físico, más que cualquier otra cosa. Correr duro, por ejemplo, hasta que el corazón sienta la necesidad de bombear con más y más fiereza, es una de las cosas simples y gratificantes de la vida. Mientras lo hace, el ser humano vuelve a sentir que no es más que eso, y que su supervivencia depende, como para los hombres primitivos, de su propia capacidad. No hay vehículo que te haga sentir lo mismo. No hay artificio tecnológico que lo reemplace. Después de trotar las piernas tiemblan, es cierto, pero en la piel queda evidente el fragor de lo hecho con dificultad, aún después de la ducha, aún con el frío canalla que te pega para darte gripa, y esto ocurre porque la candela de la sangre que te recorre con estrépito es algo así como poco menos que invencible ante la -ahí lo ves- prosaica lentitud de la realidad de los demás.

Cuando no es correr lo que haces, sino pedalear, y cuando no es por deporte que pedaleas sino para salir de pobre en un país empobrecido a propósito, deben de venirte a la memoria cosas. Por supuesto, tengo en la retina lo de Quintana en Francia. El chiquitín ciclista, que en cualquier parte de esta tierra no sería más que un campesinito desplazado por la violencia, rechazado en la gran ciudad, sin mayores oportunidades de estudio o de trabajo, con un futuro asegurado por la desgracia de la inmovilidad social, y que, de no mediar el deporte, seguiría siendo hasta el último de sus días solamente un indio raizal con acento boyacense -que le serviría para recordarse a sí mismo la infamia del invasor trasatlántico y genocida-, fue, callado -igual que sus coterráneos-, como ya han ido Herrera y Parra, y otros, a una tierra donde, lo que es rutina de montaña para él, allá lo premian, y ha ganado para Colombia el segundo lugar del mundo -o casi-, que no es el primero, pero que es el segundo, trabajado y honesto, y ha superado así a los que habían osado mirarlo como al muñequito pintoresco de los Andes. Atrás quedó el drogo e increpador Contador, vencido, y atrás quedó el jefe Valverde, quien, sin remedio, tuvo que ir a felicitar a su -cordialmente odiado- disidente sudaca.

He recordado con Quintana lo duro que es empujarse hasta el mismo límite de la vida, como lo han hecho siempre los legendarios "escarabajos" colombianos, y como lo hiciera Herrera hace veinte y pico de años en una carretera alpina, sangrando desde la frente hasta mancharse el antebrazo, tomando agua-panela (mi papá me decía, sardónico, que ellos tomarían algo más), y he sentido, de nuevo, lo que se siente al caer al suelo sin aire en los pulmones, pero esta vez ha sido de pura admiración por esos que nada más tienen las piernas para hacerse con algo.



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