Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Forzado por unas muy delectables circunstancias, me dio por pensar el otro día en los efectos prácticos del buen estado cotidiano del alma; es una cuestión que me preocupa, especialmente desde que me di cuenta de la importancia que tiene el valor puro si de lo que se trata es de sonreír. No pude dejar de relacionar esto con la lectura de El Quijote de la Mancha que hice hace algunos años, con el diccionario de arcaísmos abierto y la mente compuesta.
Ese libro de cuatro siglos, del que, hacia la misma época que digo intenté escribir un ensayo que en últimas sólo leí yo, se convirtió en una de mis preferencias personales respecto de aquel asunto del vivir. Cervantes, quien concibió su obra estando preso por algún presunto prevaricato, quien quedó manco por andar peleando guerras ajenas, y a quien finalmente le negaron un mil veces prometido puesto en Cartagena de Indias, se negó rotundo a acudir a la cínica llamada de la amargura, y así, decidió rebelarse ante el infortunio, escribiendo.
Escribió entonces el hombre, y creo que lo hizo para dejar cifrado en su libro una de las tesis fundamentales de aquel dizque artículo que me "secó el cerebro" en vano: tener fe en sí mismo impide necesitar que los demás tengan que pronunciarse sobre la validez de tan íntima cuestión. De hecho, la frase que formula esa idea es pronunciada abiertamente por don Alonso, cuerdo, en alguna lección de sindéresis que le daba al bueno de Sancho.
Era eso, todavía lo creo, toda una revolución individualista para el prepotente y en decadencia imperio español, del que, entre otras cosas, se decía que había otorgado carta de naturaleza a Dios mismo, a cambio de favores en los mares del mundo para sus "refios fidalgos".
Con todo, el tema en el que más me gustó ahondar fue, sin duda, el que desarrollaba la hipótesis arbitraria y sin sustento científico de que el pueblo español descrito en El Quijote correspondía, casi al calco, al tipo humano que se vino por acá a buscar fortuna durante ese tiempo, y, para comparar los modos y usos respectivos tenía a la mano a los pícaros personajes de El Carnero (publicado en Santa Fe de Bogotá unos 30 años después de El Quijote).
Yo, abogado raso, jugando al literato: he ahí el fracaso de mi estudio. Sin embargo, la idea que tenía era más de sentido común que de otra cosa; se trataba de hacer notar la inspiración que Cervantes había producido en mi espíritu, en el sentido de "imaginarme" a los actuales colombianos (sí, porque me olvidaba campante de los demás países hijos de la misma madre) a casi imagen, casi semejanza, de los peninsulares que conoció el escritor. Me basaba no más en la increíble similitud entre ambos tipos humanos respecto del uso del lenguaje para expresar los sentimientos, más que las ideas.
Por lo demás, mi fascinación por el "gran madrugador" Quijano era una sola: la de la "paz y alegría" metódicas en las que insistía Cervantes (o el moro narrador, o el narrador omnisciente) aun cuando sólo hubiera para comer un pedacito de pan, queso rancio, y un poco de vino malo. O nada más una de esas tres cosas.
La historia del Quijote es la de su muerte, es decir, la de sus últimos meses de vida, y aun así, es un relato preñado sobre manera de optimismo y de bondad, que son dos cosas inseparables en el fondo de toda conciencia madurada. Su lectura representó para mí una reconciliación con la verdad inamovible de que para amar el día a día hay que ser fuerte: no es nada fácil perder, y lo es menos sufrir, pero siempre habrá esperanza para los que no dejan de ver con insistencia lo bueno del desastre. Hacer una quijotada es, también, sonreírle con templanza a un destino cruel, y a veces incluso injusto.