Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
El 9 de abril del 48 Fidel Castro recorría Bogotá, Máuser en mano, agitando a las multitudes capitalinas desde la misma esquina de la Jiménez con Séptima (ahora yace un triunfante McDonald's ahí) donde mataron al Negro, al Indio: a Gaitán caudillo: el hombre que no era tal, sino algo llamado "un pueblo". De todas las cosas vistas por el líder cubano ese interminable día, hubo una que no pudo dejar de deslumbrarlo entonces, y que tal vez lo hace hasta hoy, cuan fuerte es la imagen, el concepto, el significado del asunto; se trataba de una pareja que, en plena refriega popular, había estacionado diligentemente su vehículo en algún descampado urbano para, así, tener espacio y tiempo donde buscar la tercera dimensión de la existencia a través del bienquisto sexo.
Estamos hablando de hace sesenta y cinco años, cuando eso era en Colombia -no en París-, no ya impresionante, sino un verdadero crimen contra el honor(el honor, cosa de los españoles que no terminamos de entender).
La muerte, claro, circundaba todo en esas horas; por lo demás, es muy sabido que el misterio de la violencia bien puede ir de la mano de la lubricidad.
El primer campeonato mundial de fútbol, recuérdese, se jugó en el Uruguay de 1930. El país local resultó campeón ante Argentina, que siempre se quejó -sí, ya entonces se quejaban los futbolistas argentinos- de que los orientales les habían cambiado la pelota en el entretiempo…, etcétera. Se batallaba en la cancha en esa época, y se repetía que el deporte de los ingleses era cosa de hombres duros, a los que no les importaba perder uno o dos dientes por juego. La Celeste ganó aquel título, sí, pero el goleador del torneo fue un ché, Guillermo Stábile.
Todos los testigos de esa campaña gaucha están muertos; sin embargo, alguna vez uno de los sobrevivientes alcanzó a contar sin amargura lo mala gente que fue don Guillermo en vida, especialmente con su propio equipo: cuando un compañero llevaba el balón cerca del área contraria el hombre lo empujaba burdamente para quedarse él con el inminente gol.
Como no había cámaras, la historia oficial lo único que cuenta es el número máximo al que llegó uno de los tipos más ridículamente egoísta de los que he escuchado jamás. Stábile -quien, valga decirlo, no se puede defender- es apenas y nada más que eso, una cifra; y con ello, mucho menos importante que algunos jugadores que ni siquiera estuvieron en un mundial y a quienes, aun así, premiamos frecuentemente con nuestra admirativa evocación.
Tal vez sea yo demasiado impresionable, o simplemente la vida diaria está en verdad llena de patetismo. Cada quien con su opinión. En lo personal me gusta pensar, durante los momentos vacíos, en los móviles (que no motivos) de la gente que luchó por encontrarle sentido a la contravía, que es donde está el drama espectacular de la pasión humana.
Y entonces veo a Bolívar en el río de la Plata, borracho, girando su bota sobre la mesa de un banquete que le daban, y ofreciendo aplastar "¡así, así!" a la anfitriona República Argentina, con su ejército colombiano, merced a una provocación menor, de algún oficial menor que no se le sometía.
Otras veces me paro al lado del Napoleón dubitativo de Waterloo, que, jinete inerte, está a la espera de que su etoile le dicte los movimientos ganadores de la batalla, ante un estado mayor desconcertado por ese molesto vicio corso de creer en las corazonadas, de las cuales la mente francesa ya había demostrado su incontestable inexistencia.
Finalmente, vuelvo insistente al momentono tan lejano en que me di cuenta de que, en serio,no era ninguna broma que yo también iba a morir algún día; he procurado no olvidarlo, a ver si así hago antes todo lo que estoy persuadido que tengo que hacer, aunque esté temblando de miedo. Pues me interesa, cómo no, eso de ser patético a más no poder.