Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Ha causado tanto alboroto la renuncia de Benedicto XVI, tanto, que ya no sé si es por ejercitar esa molesta manía argumentativa que padecemos los abogados desde chiquitos, ese querer llevar la contraria porque sí, pero el hecho es que no estoy compartiendo para nada la estupefacción, la admiración, o la simple sorpresa, a causa de la reciente decisión del Papa alemán. Tal vez sea por el esplendor cegador del oro vaticano, que uno ve por televisión a cada rato, o por los escándalos de abuso sexual respecto de un montón de curas, urbi et orbe, o acaso por alguna falta de fe, lo admito, pero últimamente me cuesta creer que el reemplazante de Pedro no sea más que un hombre de carne y hueso, al igual que un servidor. Un hombre es, y siempre lo ha sido, me dirán algunos. La culpa es mía por pensar que no lo era, etc. Lo que trato de decir es que para ser católico hace falta creer a pies juntillas ciertas cosas que, normalmente, uno no aceptaría. Y, como se cree mudamente, como se renuncia a cuestionar, se cierran los ojos y se ve, entonces ocurre la fe, que, en mi concepto, es un milagro en sí mismo. Uno de los grandes de nuestro tiempo.
Considerar a un cardenal, que es un cura de lujo, como el eventual sustituto de Pedro, y hasta de Jesucristo, no es más fácil que creer en el milagro de la transubstanciación: cuando, en misa, la harina de trigo y el vino de uva se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo. Ni más ni menos. Se requiere de un esfuerzo grande para confiarse a los dictados de la Biblia, es cierto, pero vale la pena porque, al final, me consta que se obtiene la tranquilidad de espíritu buscada, si es eso lo que se buscaba. Sólo quería hacer esa claridad, para que no se me malinterprete.
El papel del Papa, el jefe de los católicos en la tierra, con toda esa carga de política que el liderazgo religioso necesariamente implica, no es cosa fácil de desentrañar. Tampoco lo es el de cualquier otro comandante de multitudes de creyentes. Sin embargo, forzándome a opinar sobre esto, de lo que no conozco mucho, pero tampoco menos que el promedio de ustedes, colegas, debo decir que la renuncia de Joseph Ratzinger, exsoldadito nazi, debe servir -si tiene que servir de algo- para que se haga justicia por fin y se elija a un Papa latinoamericano, ya que es en esta región del mundo donde el catolicismo se mantiene de verdad fuerte. (Para ilustrarlo está Colombia, país rezandero -no piadoso- por excelencia, donde, leí alguna vez, está el mayor número de seminarios en el mundo). Si hubiera un Papa latino, tal vez la iglesia podría ocuparse un poco más de las barbaridades sociales que ocurren por aquí, y continuaría la obra de León XIII, quien a finales del siglo XIX se atrevió a meterse de lleno con temas políticos, y sobre todo, laborales. Todo un revolucionario.
Esperemos que Benedicto XVI sí haya sido el Papa de transición esperado. Ya se oyen voces que lo defienden, diciendo que no fue tan conservador, que patatín, que patatán. Ojalá el Papa que llegue sacuda el polvo de la iglesia católica, y podamos ver una institución menos elitista, con ninguna tapadera frente a los abusos sexuales, más entregada a los pobres y abandonados, más tolerante, más realista frente a temas como el Sida y el celibato. Por el bien de todos, es de desear que el catolicismo se fortalezca, al igual que las demás estructuras religiosas universales que propugnan el humanismo, cada una a su manera. Lo importante no es la forma, sino que el Hombre encuentre algo de fondo que justifique su existencia, que impida el establecimiento de la crueldad y el cinismo como filosofías de vida.