Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Siempre escribo, empezando el año, de pronto a modo de declaración de propósitos, una columna de superación o algo parecido; y no es que yo me supere mucho cada vez, más bien por momentos es al contrario.
Sin embargo, rescato que no pierdo de vista aquello que nadie debería olvidar en ningún caso: lo más importante, acaso lo único que importa en la vida, es crecer, y no al contrario. Más allá de las eventuales burlas de los otros, de las inteligentes excusas que nos inventamos para procrastinar la tarea, y de todo lo demás, la verdad definitiva es que hay que crecer si se quiere huir de la derrota y acercarse a la paz que da el deber cumplido, y eso sólo se hace con trabajo. Pero que hay que trabajar lo sabe todo el mundo, aunque ello se pase por alto; lo que permanentemente hace falta es la voluntad de hacerlo, y, más aún, la energía para impulsarse, mantenerse, y lograrlo. ¿De dónde sale esa energía? Del misterio de la vida misma, creo, que transfiere su fuerza compensadora a los buenos ingenuos, y los rehace inmunes al cansancio de saber mucho.
Siempre pensé que la ingenuidad era como una condición clínica del alma que había que curar a punta de trancazos de realidad. No he podido estar más equivocado. Si bien reconozco que el ingenuo que es víctima de todo y de todos, y que no toma conciencia de su extravío, difícilmente puede desarrollarse y ser feliz, tengo la extraña certidumbre de que la sensación esa de plenitud sólo puede alcanzarse a través de la renuncia expresa, deliberada, a matar la ingenuidad benevolente que yace dentro de cada uno de nosotros como un órgano vital más. El requisito fundamental es que se trate de una cesión absolutamente voluntaria de las facultades de endurecimiento, para con ello obtener a cambio, si se es paciente, el maravilloso premio de la serena y vivaz conformidad con las pequeñeces de la vida, tan latente en todos, y aún en el más grande de los hombres, como segura es su muerte y olvido.
Existe, extendida, la creencia de que cuanto más rápido se eliminen las barreras idealistas que impiden ver las cosas como son, mejores serán los resultados en la vida cotidiana, en todo aspecto. El problema con esto es la pérdida del sentido de los límites, y la desfiguración resultante. Es decir: si nos aferramos a lo avaluable en dinero y fama, y nada más que a eso, es muy posible que se llegue un seguro punto de solitaria aridez en el que nada, ni nadie, puede tener sentido, pues saberse las respuestas de la vida cuando han cambiado las preguntas sirve de bien poco. En cambio, poseer una alcancía de ingenuidad consentida, ejercer una ingenuidad metódica, es como inducir a todas horas la aparición de la buena suerte, entendiéndose a la fortuna como hija de la valentía, sí, pero también como la ahijada de la humilde sonrisa desinteresada. Según lo veo, si se vive sin quejas y sin menospreciarse a uno mismo, no tarda en llegar la convicción interna de que hay una energía, una lógica, una verdad, una disciplina que organiza todo esto, y que no permite que una persona muera sin haber conocido su propósito, o sin informarle in extremis que no lo tenía. Depende en cada caso.
Se trata, claro, de cuestiones espirituales las que trato de tratar aquí. A pesar de esto, creo que los más prácticos, dignos enemigos de lo etéreo, también podrían compartir esta fantástica teoría si se les demostrara -con hechos- que no es sino un negocio lo que expongo, ni más ni menos: el bien viene a ti si lo buscas sinceramente, aunque se demore, aunque se camufle, aunque se haga rogar un poquito.