El extraño placer de ser la víctima

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Estoy tratando de entender desde hace una semana lo que ha venido pasado en Cauca, sobre todo en lo que tiene que ver con el representativo episodio del sargento del Ejército que se puso a llorar porque lo empujaron y le echaron tierra unos nativos colombianos precolombinos enfurecidos como sólo ellos pueden hacerlo.

Sobre este punto, digo de una vez que mi posición definitiva no es definitiva, ni clara, pero sí cuidadosa: no estoy de acuerdo con que los hermanos mayores indios caucanos pretendan sacar, a la fuerza, a la fuerza pública de su territorio, más allá de que no tengan suficientes razones para aceptar y legitimar a un Estado que sólo se aparece para echar bala cuando de defender los intereses de los terratenientes se trata, en claro perjuicio de la seguridad de los primeros, pues son ellos lo que están en medio del fuego cruzado de guerrilla, paramilitares y militares. Un verdadero problema para el que lo vive, no para el que está aislado en las ciudades.

Como abogado, intuyo que es esta una cuestión que podría, y que debe, resolverse desde el derecho constitucional, a través de una labor de interpretación de la Constitución y de su jurisprudencia que arroje luces sobre el problema de las jurisdicciones (aunque la jurisdicción es una sola, como dicen los procesalistas más sesudos), en relación con los límites todavía algo inciertos de la especial indígena. Habría que hacer el análisis; por lo pronto, creo que el Gobierno ha actuado apenas bien, insistiendo en que está cumpliendo con su deber en un Estado de derecho en cuanto al mantenimiento de la seguridad y del monopolio indelegable -que algunos han delegado ilegalmente, ya lo sabemos, con las consecuencias sabidas- de la fuerza militar. Esto, sin embargo, repito, es un dato irrelevante cuando el abandono prima y de estos pobres colombianos nativos nadie se acuerda, excepto cuando estorban mientras el Gobierno quiere proteger de la insurgencia las tierras de los blancos de Popayán.

Pero a lo que realmente quiero referirme es a esa extraña pasión colombiana, venga de donde venga, por ocupar un lugar de protagonismo a través de la auto-victimización. Con lo del suboficial que lloraba ante los periodistas han salido tantos a decir bobaliconerías acerca del heroísmo del tipo, y que esto y lo otro; y aunque le agradezco que no haya hecho fuego contra unos indios armados con machetes, lo cierto es que nadie sabe qué habría pasado si en el lugar no hubiera habido cámaras que registraran el hecho: tal vez se pudo dar lo que muchas veces se ha dado, y entonces los caucanos no estarían contando la historia. Las lágrimas del comandante bien pudieron ser de impotencia por no poder hacer nada de lo acostumbrado en su institución, porque había testigos.

Así, los de la derecha, que suelen ser tan fríos con las necesidades de los colombianos que están verdaderamente jodidos, se han vuelto unas magdalenas porque les empujaron a unos soldados; mientras tanto, ya van dos indios de la región muertos en la semana que va corrida. Que no me digan que es casualidad. Pues la reacción de la Reacción siempre es la misma: al sentirse ellos más víctimas que las verdaderas víctimas, que ni se quejan, se sienten con el derecho de defenderse, de auto-defenderse (ahí está el capital político de algunos expresidentes acabados), y lo hacen con todo.

Por eso, tras los elogios al sargento lloricón se esconde verdaderamente la reivindicación del ideario -si tal cosa existe- de la ultraderecha asesina: "¡Esos indios no son sino cómplices de la guerrilla, y por eso hay que darles bala, para que respeten! (Una frase inventada, pero representativa). Ahí está el retorcido placer de ser víctimas que algunos tanto disfrutan: siéndolo, sintiéndose así, se sienten autorizados, legitimados, para hacer cosas que de otro modo tendrían que reprimir: ese deporte de matar indios, heredado de los españoles, es la muestra más clara de nuestra vernácula crueldad. Meterse con el débil es algo aún más colombiano que Don Chinche; y si el débil se defiende, el placer de atacarlo -en supuesta defensa- es el paroxismo de la autocomplacencia.