El país de Fritanga

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Leyendo lo último del mordaz Samper Ospina me eché un par de sinceras carcajadas con eso que señaló acerca de qué es lo que se puede esperar realmente de un país, el nuestro, cuyo mafioso estelar se hace llamar, o se llama, "Fritanga".

Y aunque a muchos pudiere parecer irrelevante el alias de un hampón -uno más, uno menos-, lo cierto es que el episodio de La Múcura sí da para pensar que la idiosincrasia colombiana, esa a la que García Márquez le atribuyó atinadamente la característica poco edificante de gustar de la plata fácil, al parecer sigue siendo la misma de siempre.

Ignoro si Gabo fue el primero en hacer esto, pero así lo dejó bien dicho en Noticia de un secuestro, recuerdo. Aclaro que no me refiero a la existencia de mafiosos y más mafiosos, que eso es cosa vieja y trillada: Colombia no se cansa de excretar delincuentes. Hablo de la gente del común que, sin dedicarse profesionalmente a la carrera criminal, también es, y que digan que no, amante de las utilidades que brinda el facilismo de las atajos en la vida.

¿De qué otra forma se explica que un tropel de deidades de nuestra vereda haya asistido desvergonzadamente, por una u otra razón, a la promitente fiesta de una semana en un paraíso insular extraviado de Dios y de la ley con motivo del matrimonio de un tipo, "el parcero forever", cuyo número de muertos encima explica suficientemente la fortuna con que pudo hacer su infame celebración?

Colombia es parcialmente el país de Fritanga: ahí no se equivocó el amoroso criminal a que tengo que referirme por pura necesidad argumentativa. Este país es muchas veces el mismo del programa de Protagonistas de la televisión: superficial, vano, inestable, amigo de las diversiones fáciles, sin convicciones.

Es, mucho más de lo que me gustaría aceptar, el de Pablo Escobar: venal, corrompido, acobardado, sucio. Un lugar en el que los recién nacidos mueren en las puertas de los hospitales y los responsables salen con leguleyadas a defenderse, y finalmente nadie responde por nada.

Un conglomerado de gente forzada a vivir junta por las circunstancias y que se odia a sí misma a través del odio al otro. Un país tan abandonado de moral que en cada elección permite que lleguen al poder montones de individuos hambrientos de plata pública, o que lo hagan mediocres útiles, mandaderos, en el mejor de los casos. Esta es todavía, señores, Colombia.

En los últimos años he ido elaborándome una teoría propia acerca de todo esto, pues acepto que entender al país es una obligación ciudadana ineludible. Así, descarto las explicaciones deterministas y justificativas aquellas de que no hemos terminado de vivir nuestro proceso histórico (Estados Unidos es apenas cuarenta y pico de años mayor que nosotros como república), o de que está en nuestra información genética el ser perdedores que no logran vivir en paz y progresar.

No puedo conciliar en mi mente nada de eso, y en cambio, prefiero decirme la verdad, aunque me duela: Colombia es un país al que le sobran vanidosos que, como el equipo de fútbol nacional, detesta luchar limpiamente y se conforma con la simple evitación de las dificultades, lo cual se ha convertido en el paradigma con que muchos viven tristes existencias llenas de negligencia.

Para mí, este país adolece de poquedad de ánimo y en lugar de luchar para mejorar su situación, recurre al mediocre facilismo para auto-complacerse; tal vez por eso es un gran consumidor de drogas. Y algo muy importante: a este país no le gusta escuchar cosas malas de sí mismo, aun cuando sean dichas constructivamente. Vanidad, facilismo, evasión…, todo es lo mismo: desánimo perpetuo: Fritanga, preso, despertando de su resaca, bien lo sabe. Ahora que lo pienso, esa imagen sí es verdaderamente cómica.