Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Más allá de las obvias conclusiones a que por fuerza hay que llegar en estos días de agitación justificada por cuenta de las sucias maniobras conjuntas de Gobierno, Congreso y las llamadas altas cortes, para su beneficio común, o mejor, mancomunado, en claro detrimento del Estado de derecho, y del pueblo, me he dado a la tarea de preguntarme, a propósito de esta esperpéntica reforma a la justicia que nos ocupa, hasta qué punto los que mandan (económica, política y socialmente) en este país realmente creen que pueden imponerles subrepticiamente sus particulares conveniencias a los de a pie, que muchas veces, es cierto, pecan por desinformados, pero que, con todo y ello, siguen haciendo en incontenible mayoría a la gran nación colombiana.
Me refiero, por supuesto, a esa descomunal confianza -rayana en el fanatismo- que se tienen aquellos que, concertados para legislar en causa propia y de terceros determinados, tomándose un whisky en los salones anochecidos de la perenne penumbra bogotana, con ese frío claroscuro que ambienta inmejorablemente la abyecta charla de abogados corrompidos que (como quedó historiado en Cien años de soledad) están convencidos como los que más de poder demostrarle alternativamente al país, y con elementos de prueba siempre suficientes, pertinentes y necesarios, que tal cosa, cualquiera, existió desde siempre, aunque nadie nunca la haya visto o siquiera sabido de ella; o que, por el contrario, esa misma cosa jamás de los jamases ha existido en ninguna parte, por más que todo el mundo diga lo contrario: todo depende.
Me perdonarán los que esperaban más críticas en derecho de las mismas que ya se han dirigido hacia ese asqueroso intento de reformar la Constitución Política, pero era, compatriotas, una verdad sabida con antelación que tal cosa iba a pasar: las alertas estaban disparadas desde hace rato por parte de los distintos guardianes del orden jurídico.
Tal vez por eso mismo nunca encontré la motivación necesaria para estudiar un proyecto cuya sola mención me producía deseos de trasbocar, y así, la verdad es que ando como el hijo de Gaviria, aunque, claro, yo no soy presidente de la Cámara de Representantes, ni presidente del Partido Liberal, y me puedo dar esos lujos.
Pero ello no quiere decir en manera alguna que no sepa de qué se trata todo esta vez: se trata de lo mismo de siempre, sólo que peor. En este sentido, vuelvo a decir que me asombran los avivatos que hicieron esto: por su excesivo optimismo criminal, por su exagerada subestimación para con los colombianos, por su ambición tan cegadora que los vuelve en principio astutos como ratas, pero igual de estúpidos finalmente, pues terminan por caer ellos solos en sus propias trampas.
Santos y su ministro, los congresistas que votaron por la prostitución de la Constitución, los miembros de las altas cortes que han pensado en avalar el empalamiento al pueblo: todos son responsables ante nosotros de esta vagabundería.
Pero yo propongo que lo sean no sólo por la consumación del hecho (al fin y al cabo el engendro nació, aunque no fue bautizado y ahora piensan matarlo hipócritamente), ni por la tentativa frustrada/desistida que se piensa legitimar en "noveno debate" para salvar del ahogado el sombrero, sino nada más por atreverse a creer que la gente en Colombia se traga todo y de verdad nunca pasa nada, o, parafraseando el título de la última columna de la periodista Duzán en Semana: porque nos creyeron pendejos. La pregunta que me hice al principio me la respondo entonces con lo que ya he dicho, pero me hago otra inmediatamente: ¿quién es más pendejo: el que se deja abusar por un rato, pero al final reacciona, o el que cree que la víctima no se defenderá y se ve sorprendido por ella?