Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Dos hechos han llamado mi atención en los últimos días. El primero, la inexplicable remoción del fiscal del caso Colmenares, el tratadista de derecho penal, y samario, Antonio González, por parte de su jefe, el fiscal general recién llegado, Eduardo Montealegre. El segundo es el cruel asesinato de doña Rosa Cely, ocurrido en el Parque Nacional de Bogotá a manos de un ser inhumano que no merece el título de hombre, y quien, para vergüenza del sistema judicial nacional, ya había sido procesado, condenado y recluído por un homicidio del que desconozco los detalles, pero cuya pena -es fácil colegir- no sirvió para nada, en términos de prevención especial y de reinserción social, para hablar como la ley lo hace.
Pues, ¿de qué otra forma se explica el cambio de un fiscal en extremo dedicado al proceso en cuestión, justo cuando la etapa de juicio oral empezaba a ponerse interesante, en el momento en que las pruebas de la acusación están por salir a la luz y parece que se le acaban las coartadas aparentemente coherentes a la defensa?, ¿se trata acaso de un espaldarazo soterrado a Granados, el conocidísimo de autos abogado de Laura Moreno, quien se ha cansado de ofender al fiscal González en el curso de las audiencias del proceso? El asunto tiene un mal cariz, tal y como el propio fiscal relevado lo insinuó, aludiendo a la presunta existencia de “intereses” en todo esto.
La otra cuestión es la del violador y asesino del Parque Nacional, elemento antisocial por antonomasia que ha debido ser objeto de una mayor sanción penal en su momento, para que así se hubiera evitado lo que, justamente, ahora ha sucedido, o sea, que haya vuelto a matar, además de violar quién sabe a cuantas mujeres más. ¿Cómo es posible que el sistema jurídico-penal colombiano no pueda garantizar que un delincuente activo como ese esté preso?; ¿cómo puede un homicida andar por ahí como si nada, en plena edad para reincidir?; ¿por qué recibe beneficios penitenciarios generosos el autor de un delito de lesa humanidad? Aquí huele a fracaso. (Y huele más cuando uno recuerda que las mínimas sanciones privativas de la libertad que establece el Código Penal no son sino una fiel copia de las prescritas en las legislaciones criminales de ciertos países desarrollados, en donde se pueden dar esos lujos, entre otras cosas porque allí el proceso de resocialización del individuo encarcelado es una preocupación real del Estado).
Considero que las dos situaciones descritas ejemplifican ese otro iter criminis que he anunciado en el título, el otro camino del crimen, la otra forma que tiene el delito para materializarse: el que genera el propio Estado, y los que lo manejan. Se trata, ni más ni menos, de estímulo a la actividad delincuencial: la impunidad que padecemos a diario es la mejor prueba de ello.