Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
No he podido saber cómo va la presentación del Plan de desarrollo de Caicedo en el Concejo de Santa Marta, al contrario de lo que me pasó hace cuatro años con el de Diazgranados, el cual, si mal no recuerdo, tenía el muy mentiroso título de "Prosperidad colectiva de ciudad".
Me he pasado toda la semana precedente yendo al Concejo de Bogotá a presenciar la presentación del Plan de desarrollo de Petro, que tampoco va por buen camino en el órgano coadministrador de la capital, hay que decirlo. No sé si el lector vio los noticieros del pasado lunes, en los que se mostraba un deleznable espectáculo de politiquería, encabezado por varios de los concejales de Bogotá inmersos en el denominado "Carrusel de la contratación", quienes, aprovechando las sesiones de presentación del plan, se ensañaron con los secretarios de gobierno y de desarrollo económico del Distrito Capital, entre otras cosas, porque, al parecer, éste último no gusta de los concejales corruptos que consiguen puestos en la administración y cobran por ello, y así lo hizo saber en una reunión pública pretérita. Son las insoportables ironías de la vida: un hampón termina llamándote las peores cosas, que él sí representa, porque te has atrevido a enfrentarlo. Y nadie dice nada.
Estar en el Concejo de Bogotá, día tras días, me ha hecho recordar aquellos momentos en los que anduve por el decadente edificio (finalmente no he podido saber si es de construcción española o no) del Concejo de Santa Marta, escuchando las no menos decadentes peroratas de esos señores que gritan a voz en cuello lo que se les ocurre, casi nunca nada interesante ni de fondo: puras idioteces politiqueras para engañar a los incautos. Sí, una pérdida de tiempo.
No, no me gusta el Concejo de Santa Marta, tampoco; es decir: no me gustan los concejos. Ninguno. Ya es hora de que lo acepte. Y no me gustan los concejos porque no me gustan los concejales. Pero tampoco me gustan los demás que viven en los concejos: los asesores, los funcionarios, los que buscan puesto, los que quieren mantener el puesto, los que quieren un puesto de corbata, los que no buscan nada, los sapos con lengua de vaca, etc.
Me parece que los concejos (y las asambleas, por qué no) son las madrigueras más putrefactas de la corrupción colombiana, lo que no es algo menor. La política local en Colombia, con muy pocas, poquísimas, excepciones, es un absoluto adefesio, ya lo sabemos, y eso no debería sorprenderme ni molestarme tanto. Pero es que ver el día a día de un montón de oportunistas politiqueros, satisfechos con el resultado de sus fechorías, realmente marea.
A mí me marea, no puedo evitarlo. Un poco al margen, también me resulta grotesca la actitud que se arrogan todos los que hacen parte de aquel circo barato de política barata: no sólo los concejales (verdaderas estrellas del sucio espectáculo que se airea en el escenario privado que tiene lugar entre curules), sino todos los acólitos, adláteres, advenedizos, y niñas lindas dispuestas a todo, que engrosan las filas de caras rígidas, casi solemnes, que habitan esos pasillos iguales en todos lados: quieren, me parece, con su impostada seriedad, hacer prevalecer la idea de que lo que se discute, arregla, compone o destroza allí es importante para alguien.
Pues yo les tengo la noticia de que, para mí, no es importante, porque nunca lo han sido, ni lo serán, todos esos que se hacen elegir quién sabe cómo. O, mejor dicho, aunque no se cómo, sabiéndolo, sí sé que sólo podrían ser elegidos algo, cualquier cosa, en un país como éste, en donde lo bueno es muy malo, y lo pésimo es muy bueno, tal y como al Diablo le gustan las cosas.