Vergüenza

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Sería el título traducido del inglés de una peli que vi recientemente, buena, aunque no tan buena, que me ha hecho pensar cosas con qué aburrirlos hoy. Vergüenza, como con confiancita llamo a este filme para no tener que usar el insulso nombre que le pusieron en español, no es nada del otro mundo en cuanto a imágenes atrevidas, por más clasificada que esté como película casi X: se trata de la historia de un gringo neoyorquino de treinta y pico de años que se la pasa viendo pornografía todo el día, masturbándose, buscando encuentros íntimos con desconocidas que lo encuentran atractivo: un tipo solitario, exitoso, aburrido, frustrado, seguro de sí, ansioso… Se trata en realidad, digo, de la exposición algo silenciosa de determinadas fotografías vitales de un hombre como cualquier otro, aunque esencial desde su calentura; el personaje a que magistralmente da vida el actor alemán Michael Fassbender, quien, según entiendo, es un objeto del deseo femenino, no es sino la representación de aquel ser humano vaciado de sentimientos de ternura que se incuba y desarrolla en, me parece, todas partes.

Le llamo ternura al placer de respirar. Esto, en oposición a la simple frivolidad de los sentidos excitados, víctimas ulteriores, ellos mismos, de la aceleración artificiosa, la velocidad inconsciente, involuntaria, que se desata en la máquina de latir con ocasión de ciertos estímulos efímeros, como aquellos producidos por los gráficos de mujeres desnudadas a propósito de la angustia reproductiva masculina.

Creo que la ternura es, por ejemplo, desvestir a una mujer sin sentir nada distinto de la necesidad consciente de reprimir la violencia que el propio hecho en cuestión genera: ganarse una sonrisa honesta de la víctima gustosa de la maldición atávica a la que estamos condenados los hombres desde antes de ser paridos, cuando se completara el ciclo de la gestación uterina de la existencia, la que, a su vez, había comenzado con un hálito de maldad: la voluntad de despojar, de despojarlas a ellas, para luego empezar a sentir culpa y, luego, inevitablemente, benignidad, incluso amor. Le llamo ternura al hecho de recordar recurrentemente aquello de la soledad ajena.

Shame gustó, pues, y no lo niego. Devela por momentos la intensa tristeza que se esconde tras el hecho de la feroz conquista sexual, dejando ver con maña los entresijos de la personalidad de alguien que se sabe enfermo de algo incurable, pero al que no le importa en lo más mínimo morirse de agotamiento, ya no físico, sino espiritual.

El director se empeña en demostrar la poquedad de ánimo que se obtiene después del siniestro viaje a la caverna de la degradación humana: la profunda oscuridad del ahogamiento, del acercamiento a la muerte a manera de solución parsimoniosa al problemita de estar vivo cuando no se necesita estarlo.

Recuerdo ahora la expresión que en alguna época se acuñó en Francia respecto del acto de sexo: le petite mort, o sea, la pequeña muerte. Se muere un poco más cada vez que se hace el esfuerzo ignorado de crear nueva vida (aunque también se muere todos los días, en todo momento, como ahorita mismo).

Seguramente la adicción al sexo del personaje de Fassbender no es sino la gran excusa, pienso, que encuentran muchos afanados para matarse una vida que les parece grabada en cámara lenta, evitándose de este modo la vergüenza íntima de haber pasado por el mundo sin haber tenido la fuerza de experimentar la ternura, sin permitírsela. ¿Dije vergüenza? Perdón, quise decir tristeza.



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