Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Alguna vez me interesé por investigar el origen de aquel refrán que hasta para intitular a una película local ha dado, por cuya índole sentenciosa siempre había sentido curiosidad siendo adolescente, y del que he elaborado hasta ahora, en mi mente, tantas interpretaciones como ignorancias he ido acumulando en mi vida. Me refiero a un aforismo que de la inofensiva literatura pasó traducido a la vida misma de Colombia, transliteración más bien que no cesa de repetirse en este caso y el otro, y no siempre entre nosotros.
Es ella, me parece, la que lapida al pobre bogotano cuando en algún momento crítico le suelta la oracioncita esa no tan inocente a que me refiero, como quien no quiere la cosa, en medio del fragor de la conquista en la que estaba zambullido el buen hombre.
La verdad es que ser colombiano es peligroso. A veces puede ser hasta mortal.
Hace dos días apenas se inició el juicio oral en contra de las dos muchachitas que están seriamente implicadas en la muerte del guajiro Luis Colmenares, cuyo mayor pecado, estoy seguro ahora, fue confiar en la gente equivocada. Otros podrían decir, igualmente, que estar orgulloso de su piel negra (a más de ser tan caribeño como yo) y pretender que eso pasara desapercibido en un medio académico y social al que no le gusta lo auténtico, sino lo extranjerizante, dígase lo que se diga, resultaría finalmente fatal para el joven universitario.
A estas alturas de lo evidenciado nadie, absolutamente nadie, puede creer la estupidez esa, seguramente producto de devaneos narcotizados, de que un joven concentrado en sus ambiciones personales, que estudiaba simultáneamente dos carreras en la universidad más exigente del país, y que tenía el respaldo de un hogar familiar unido y sólido, podía haberse lanzado por iniciativa propia a un caño, dejarse ir como si nada tuviera sentido en esta vida, acabarse para siempre, morir.
En Colombia alguna vez todos valdremos lo mismo. Llegará el día, espero, en el que aquí la importancia de una persona esté dada por su peso humano, y no por nada más. Esto puede ser pensar con el deseo, de acuerdo, pero no debe dejar de ser considerado como posible sino hasta cuando la realidad demuestre que la imbecilidad de algunos colombianos es absolutamente invencible, lo que personalmente me niego a creer.
Llegará ese momento, confiemos, en el que no se trate a alguien dependiendo de lo que viste o porta, de su forma de hablar amanerada o natural, de sus dientes blanqueados o amarillentos, de su olor perfumado o agrio, de su cuerpo cuidado o triste… Si esto nunca se diera, mejor sería que nos habituáramos desde ya a vivir en un país deshumanizado, cruel, malo y cobarde, incapaz de reconocerse a sí mismo en su pasado, muerto en vida, incapacitado para trazar su futuro y hacerse fuerte en la desgracia que tuvo como origen.
Ser colombiano a veces, como este día que se da cada cuatro años, no es una opción. Hay que serlo todos los días, valientemente, llenos de corazón, entre otras cosas para evitar caer en la inmundicia del caño que los desalmados han cavado para que caigamos los que ingenuamente creemos en ellos. Paz para Luis Andrés y justicia para los infames.