El diez

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM

Al mediocampista Ricardo Bochini, legendario armador de Independiente de Avellaneda, le decían el Bocha, no como una deformación cariñosa de su apellido. O no solo por eso: dio la casualidad de que a este volante de baja estatura le sobraban ideas para jugar al fútbol, y de que, en la Argentina del lunfardo y la barriada, la palabra “bocha” tiene al menos dos significados que lo describían a la perfección: la cabeza (sobre todo si se es calvo, como Bochini), y, tal vez por extensión, también una persona talentosa. Hay, cómo no, otra acepción de la multiusos palabra “bocha” que es puramente futbolística: la del pase que deja al delantero en posición de gol. Una “bocha” sería una asistencia, como dicen los que cuentan los dos tiempos del partido en una sola medida de noventa minutos. 

Ignoro si a “bocha” como pasegol se le dio uso gracias a Bochini, que jugó por veinte años, y desde 1971, pero no sería raro; en ese improbable caso, estaríamos frente a una especie de tropo mediante el cual el apellido de un jugador caracterizado por sus pases precisos dio nombre al pase preciso, inicialmente en el contexto de los originales Diablos Rojos, y luego no únicamente allí. Es el momento de recalcar que Bochini hizo toda su carrera en Independiente, dando una muestra de constancia y lealtad desconocidas hoy, y que con su equipo ganó cuatro torneos locales, cinco Libertadores y dos Intercontinentales. Por algo fue uno de los suplentes de Diego Maradona en México 86. ¿Habría ganado Argentina aquel campeonato mundial si Bochini hubiera jugado por Maradona?

Se trata de dos jugadores distintos. Maradona es el delantero retrasado, que arranca desde el último cuarto de cancha para crear o ya para terminar la jugada frente al arco, lo cual requiere de inmensas capacidad y energía, como también las tuvieron Zinedine Zidane o el propio Lionel Messi. En el otro extremo están, o estaban, los que, como Bochini, o como su alumno Carlos Valderrama, trabajaban más para el equipo, para que cualquiera anotara; así, estaban preocupados por el funcionamiento estructural de la escuadra, pues parecían darle menos importancia al vértigo que al equilibrio y la sostenibilidad. Estos últimos, modelos casi extintos, eran jóvenes-viejos cuya presencia siempre fue más anímica que física. Claro, en medio de los extremos, hubo además otra clase de números diez.

Pienso en el caído en desgracia Michel Platini, a la vez goleador y pasador, o en el a veces volante de creación Alessandro Del Piero, y fundamentalmente en Johan Cruyff. El neerlandés (ya no holandés, según los holandeses), desarrollador del fútbol visto como un ejercicio despersonalizado y sistemático, en el que todos atacan y todos defienden, afirmó en una ocasión que “Jugar al fútbol es muy sencillo, pero jugar al fútbol simple es lo más difícil que hay”. La simplicidad, que no la simpleza. Ricardo Bochini, un día preguntado por el secreto de su juego, contó que él solo procuraba estar libre para recibir bien la pelota, y que, una vez la tenía en su poder, la repartía al futbolista de su equipo que igualmente veía sin marca. Lo que omitió decir el Bocha es que ni lo uno ni lo otro se aprende de buenas a primeras…, y que hacer fácil lo que es difícil quizás nunca se puede aprender.

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