Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Durante la Guerra a Muerte en Venezuela, Simón Bolívar, que había vivido en España y conocía bien a los peninsulares, dio la orden de fusilar a todo aquel blanco que no hubiera podido pronunciar la palabra “naranja” como lo habría hecho un blanco criollo, es decir, sin esa jota tan fricativa de aquel lado del Atlántico, que con la brisa yodada de estas costas se evaporó. Puede que, de la prueba de dicción rasposa, lograran escapar no pocos canarios. Se supone que el radicalismo le vino a Bolívar del caso haitiano, en el que no hubo contemplaciones con los franceses; lo cual resulta llamativo porque menos de un siglo y medio después, en 1937, a los negros de Haití que estaban en la República Dominicana los matarían, diríase, por enredarse con la misma jota hispano-caribeña.
A tal episodio despiadado de la antigua isla de Santo Domingo se le ha llamado la Masacre del Perejil, justamente porque los haitianos negros en su territorio, a diferencia de los afrodominicanos, estaban impedidos de pronunciar la jota de “perejil” sin el afrancesamiento colonial. Con ese criterio se los identificó para ser asesinados. Pero no solo de naranjos y perejiles está sembrada la historia en este tema: en el Antiguo Testamento se cuenta cómo una tribu de los antepasados de los judíos degolló a 42.000 paisanos que querían cruzar un río, y que poblaban una zona de la actual Jordania. La palabreja imposible para los segundos fue “shibboleth”, algo así como “espiga”. Valga decir que ni los europeos pudieron evitar estas purgas lingüísticas, incluso en épocas menos remotas.
En la Bélgica de 1302, los flamencos, del norte, más cercanos a los neerlandeses, acabaron con todo aquel habitante de Brujas que no pudiera vocalizar una expresión en su pedregosa lengua (“schilt ende vriend”, o sea, “escudo y amigo”), o lo hiciera con deje francés. Así “limpiaron” a la ciudad de valones, hoy gente del sur belga, próxima a los francos. Esto no ha cambiado mucho. Con la misma lógica, en el 1794 de Italia, oficiales sardos, del sur, hacían pronunciar a piamonteses, del norte, antes de arrestarlos, la deliciosa locución “nara cixidi”, usada para designar a los garbanzos. Abundan anécdotas similares y recientes en Europa: los espías alemanes que fueron detectados, en la Segunda Guerra Mundial, por no saber articular el problemático “Leicester” inglés; o, a pesar de la vecindad germánica, ser incapaces de romperse la garganta con el “Scheveningen” holandés.
En esa conflagración global, los militares gringos pasaron por el cedazo a los asiáticos que afirmaban ser filipinos, para cerciorarse de que no fueran espías japoneses, con la palabra “lollapalooza”, que era una tortura para los que no tienen la ele en su idioma. En tiempos franquistas, ciertos catalanes hacían decir en su lengua, a los sospechosos, el palabrerío “Setze jutges d'un jutjat mengen fetge d'un penjat”. En la guerra de la Triple Alianza, brasileños atrapaban a posibles infiltrados paraguayos a partir del contraste de musicalidades habido entre “pozo” y “puedo”, en la frase "cair no poço não posso”. Y dicen que los patriotas colombianos hacían suplicar con el nombre “Francisco” a los inciertos, a ver si la primera ce sonaba como ese, y entonces no había que tirarlos al río Magdalena.