Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Luego de la denominada tragedia de Superga, accidente aéreo en el que murió la totalidad del Torino FC, en mayo de 1949, el equipo del torito atravesó un desierto de casi tres lustros antes de hacerse nuevamente competitivo. Para ello, desde 1964 tuvieron la fortuna de contar entre sus filas con un jugador escurridizo que venía amagando con consolidarse como una estrella del fútbol europeo: Luigi Meroni, conocido como Gigi. En octubre de 1967, después de que el Torino le ganara brillantemente un partido de local en Turín al Sampdoria (tres goles del argentino Néstor Combin, el Salvaje), Gigi Meroni salió de la concentración con un compañero a comprar helados; al cruzar la avenida enfrente del hotel a oscuras, solo él terminó fatalmente embestido por un automóvil que circulaba por ahí.
No había cumplido un cuarto de siglo. Los más agoreros han tenido tiempo de sobra para sacar sus conclusiones: el piloto del avión que se estrelló contra la Basílica de Superga, poco antes de aterrizar, se llamaba, increíblemente, Pierluigi Meroni; y el conductor del carro que arrolló a Gigi era un muchacho de diecinueve años, hijo de un médico e hincha furibundo de los granates, que igualmente venía de celebrar la reciente victoria. Los más suspicaces, a lo largo de las décadas, no han perdido de vista que el vehículo del accidente era un Fiat, industria turinesa y motor de Italia que desde 1923 tenía voz y voto en el Juventus, opulenta escuadra rival del Torino; que, además de no ir a la cárcel, posteriormente Attilio Romero, tal es su nombre, se hizo directivo de la misma Fiat; y que, entre 2000 y 2004 fue presidente del Torino, en gestión que llevó al club a la bancarrota y a salir de la Serie A.
Esta vez, debido a comprobadas conductas de corrupción privada, Romero sí fue condenado a prisión. Puede uno simplemente reflexionar acerca de la fuerza invencible de las casualidades, y a otra cosa. Sin embargo, las casualidades también pueden ser organizadas. En la Caracas de 1919, cuando allí no había muchos automóviles, el doctor José Gregorio Hernández fue atropellado por uno cuando intentaba pasar la calle para ir a visitar de urgencia a una anciana enferma; al caer, el médico, que ese día celebraba treinta y un años de su graduación, se golpeó la cabeza con el andén. Ingresó cadáver al hospital. San José Gregorio Hernández, en vida hombre cultísimo y muy religioso, creyó siempre que la mejor forma de servir a Dios era el ejercicio de la ciencia en favor de los pobres.
Cuentan que así se lo había hecho saber, un tiempo antes y de viva voz, al dictador de turno en Venezuela, Juan Vicente Gómez, a propósito del cierre arbitrario y politizado de un hospital. Por lo demás, fue cuando menos curioso que el guía del carro que empujó al médico a la muerte resultara ser un mecánico amigo suyo al que le había prometido apadrinar a su bebé en gestación (el que no pasaría de los siete meses de nacido); y que, en consecuencia, el vehículo fuera dirigido aquel día, aunque a baja velocidad, por un tercero: pertenecía a un hijo del presidente Gómez. Años después, este mecánico estudió para optómetra y dentista, tuvo nueve hijos más y se mudó a Curazao, donde se hizo masón. Al andino Gómez (como andino era José Gregorio), la masonería nunca le estorbó.