Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
El viernes pasado, 7 de junio, se cumplieron veinticinco años de aquel último programa de Paco Stanley en la televisión mexicana, de la que él había sido uno de sus símbolos. Era lunes en ese 1999; después de terminar de presentar su espectáculo familiar en directo a eso de media mañana, Paco anduvo de aquí para allá por otros foros de Televisión Azteca hasta que, ya casi al mediodía, se embarcó con sus adláteres Mario Bezares y Jorge Gil hacia un restaurante conocido a desayunar, diríase tarde. En ese lugar pasaron cosas raras que, interpretadas conjuntamente con las todavía más extrañas que habían sucedido en el escenario, horas antes, sí que dan mucho vuelo a la imaginación, como en efecto sucedió y sigue sucediendo. Los sicarios, avisados, llegaron puntuales.
En los meses siguientes a la muerte del conductor de televisión, se supo que su imagen de bromista pesado, aunque bonachón, no necesariamente se correspondía con la realidad, y entonces empezaron los desmarques para evitar el contagio. Los que lo conocían en persona, y los que no lo trataban pero tenían que hablar de él en razón de sus responsabilidades, inicialmente se situaron de una u otra forma al margen de las circunstancias. En el caso de los primeros, la salida consistió en recalcar sutilmente las fallas de carácter del finado, como su desvelada drogadicción y el maltrato laboral en que podía incurrir; en el campo de batalla de los segundos, todo sirvió para que, con coordinación, tales se imputaran culpas recíprocas desde la criminalidad evidenciada en el atentado.
En México, igual que en Colombia, la cuestión del narcotráfico no es nada superficial. Me refiero a la capacidad de intervenir en la legítima cotidianidad de que se ha prevalido el poder invencible de los mafiosos de la droga; pues si los carteles solo fueran unos grupos de marginados, que en esencia se dedicaran a delinquir, y el efecto de sus ganancias estuviera limitado a la reinversión en el negocio, a más de su disfrute privado, pasaría lo que pasa con el crimen organizado en los Estados desarrollados: su existencia no amenazaría los fundamentos de la convivencia y aquella a veces sería considerada hasta necesaria para justificar determinadas políticas. Pero no, en ciertos países latinoamericanos quienes dictan las políticas criminales suelen ser los destinatarios de las mismas.
Paco Stanley, de origen humilde, empero ilustrado y político a ratos, con carné del PRI en el bolsillo, no carecía de influencias a ambos lados de la borrosa frontera del delito. Mientras era empleado de la declarada televisora oficial del establecimiento, se reunía para colaborar con jefes de carteles; los que, como el pueblo raso, a lo mejor también lo admiraban y querían (prueba de lo cual fue el saludo escrito del legendario Mayo Zambada que, en vivo, imprudentemente Paco leyó ante las cámaras). La lógica ironía está en que su ejecución justamente provino de ese comercio ilícito, facilitada por la posible traición de supuestos cuates de trabajo y esnifada. Por su parte, algunos políticos y empresarios, parados a derecha o izquierda, a fe que tampoco dejaron ir la oportunidad de usar la paulatina pérdida de color magnicida de un ajuste de cuentas como trinchera segura y expiatoria.