Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
El desarme que dentro de poco empezará forzosamente en Bogotá, a más del que debe darse en Santa Marta, ha desatado la furia de los lenguaraces de siempre, obstaculizando el normal y productivo curso de lo que debería ser un debate más bien rutinario en un país lleno de violencia como Colombia.
Dicen los dolidos con la medida que la culpa no es de ellos, sino de los delincuentes (o de la indiscutible incompetencia de la fuerza pública, les concedo); que ellos, los primeros, andan con sus armas muy bien legalizadas, que no le hacen daño a nadie, que necesitan de sus "fierros" para defenderse, demás tonterías justificativas, y blablablá… A mí lo que me parece es que les están quitando a los violentos, con esta prohibición, la oportunidad de sentirse más fuertes de lo que realmente son.
(Esto me recuerda a un personajillo samario que conocí en la universidad, quien hablaba con grandilocuencia todo el día de armas, municiones, precios de las pistolas y escopetas en dólares, como queriendo reafirmarse ante alguna debilidad interior que sintiera: siempre me pareció que estaba como queriendo suplir imaginariamente, con un pedazo de metal entre las piernas, cierta deficiencia hormonal que a las claras padecía.).
El hecho es que la iniciativa pacificadora les molesta a muchos simplemente porque proviene del siempre atacado alcalde Petro, y porque puede ser replicada en Santa Marta por el acalde Caicedo (es lo bueno lo que está permitido imitar, no al contrario, recordemos).
En este país de "jefecitos", la violencia, y lo que de ella se desprende, es la respuesta natural a casi todo: de ahí que estén molestos los que tienen la costumbre de creerse más que los demás porque sempiternamente traen un arma consigo, o porque suelen tener algún secuaz que la cargue por ellos: no soportan la idea de verse en igualdad de condiciones frente a un simple mortal inerme, como si eso fuera antinatural: no soportan la idea de que no les tengan miedo porque están "aparateados", y de que, sí, haya que evitar en adelante las confrontaciones, como lo hace la mayoría de las personas que viven en las sociedades valientemente concentradas en resolver sus verdaderos problemas.
Estos mafiositos del trópico, que lloran ahora ante la idea de verse sin su personalidad, sin su valor, tendrán que aprender que las actitudes matonistas no pueden tener cabida en una comunidad que aspira a la paz, no porque lo digamos algunos ciudadanos, sino porque es el propio pueblo colombiano el que está aprendiendo a rechazar esa repugnante parte de sí mismo.
El 31 de diciembre pasado, a las 12 de la noche, mientras me esforzaba por no caer al piso víctima del mareo que sentía por estar enfermo, estuve a punto de salir a la calle a que me matara un bárbaro del vecindario de Santa Marta donde estuve, quien, seguramente enajenado mentalmente, descargaba un arma automática contra la tierra del andén, en una suerte de celebración o gracia infantil que le provocaba mucha risa a él, y a muchos idiotas circunstantes, pero que aterró a los demás. Me pregunto -yo, que no sé de eso- si el tipo habría seguido riéndose en caso de que uno de los proyectiles le hubiera rebotado en el cuerpo: ¿qué habría pasado? Lástima, no pudimos averiguarlo.
Qué vaina. Por lo demás, imagino que ese sujeto tiene su moderna pistola en regla, y que las razones por las que la porta tienen que ver con su importantísima seguridad personal, y, además, que él ha de creerse muy valiente por jalar de un gatillo sin que se le haga juicio de reproche alguno, cuando en realidad ni se ha enterado el muy cornudo de que no es más que un ingenuo tratando de ocultar con violencia su patente cobardía disparadora.