Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
A veces se pregunta uno por qué cada sucedido en Colombia parece tener que ver, directa o indirectamente, con una sola persona. Lógicamente, me refiero al presidente de la República, sea este quien fuere, por cuanto no transcurre un solo momento sin que se lo mencione en los variados escenarios abiertos y cerrados en tratándose de explicar algún desbarajuste de la cosa pública (que bien podría ser histórico y no coyuntural), o ya para recalcar cierto avance social por mínimo y ajeno que le sea a aquel. La respuesta es tan sosa como misteriosa: el presidente de este país es jefe de Estado, jefe de Gobierno, suprema autoridad administrativa y comandante en jefe de las fuerzas militares y de policía. Esto, sin considerar su mando para nombrar a mansalva, mediante la formación de ternas, a determinados altos funcionarios del Estado, como el fiscal general de la Nación.
Ha habido reyes y emperadores con mucho menos poder real y efectivo que el descrito, por no decir que la mayoría de los actuales monarcas envidiarían la capacidad decisora tan fundamental del presidente colombiano. Pero lo que más llama la atención de esta concepción es que la misma Constitución Política describa o prescriba (?) que el presidente es símbolo nada menos que de la unidad nacional, como si él, en su cuerpo, alma y mente, fuera equiparable a la bandera, el escudo o el himno; o, como si, durante los cuatro años en que toca aguantárselo, este hombre se metamorfoseara en el propio Estado, o aun en la nación entera. ¿Cómo no va a haber abusos de poder de parte de estos individuos si la institucionalidad que los soporta los premia por decir y hacer de todo en nombre de la supuesta unidad nacional que encarnan, cuando es sabido que no es así?
En otras columnas me he detenido en este fenómeno porque, entonces como hoy, me sigue sorprendiendo que en 1991 sobreviviera la idea de que el texto constitucional debía reconocerle, al ser humano que temporalmente ocupa la silla presidencial, algún rasgo sobrenatural. Esto, pese a que hace tres décadas existía el apremio de reemplazar el espíritu de la constitución conservadurista de Rafael Núñez y de Miguel Antonio Caro, de 1886, documento redactado por el último a punta de caprichos hispanistas (“El Presidente de la República electo tomará ´posesión de su destino´ ante el presidente del Congreso”), que eran además la velada prolongación del tufillo pazguato que, amablemente, Víctor Hugo dizque llamó “para ángeles”, preguntado por la constitución liberal de 1863. Ahora bien, ¿a cuál “destino” se referían en 1886, si se hablaba de solo un funcionario?
Así las cosas, aunque la democracia nos siga instando a elegir políticos que no son necesariamente buenos administradores públicos (para la República), podría ser viable iniciar un debate jurídico, y también social, acerca de la conveniencia de recortar facultades al presidente; de manera que se institucionalice la idea de que, respecto del candidato que gane las elecciones, quien si bien tiene el deber de trabajar por la unión del país, en caso de que no lo haga se prescinda de la presunción constitucional que permite que él goce de blindaje moral anticipado alguno. No tratamos con ángeles.