Una victoria impensada

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El siempre polémico Bill Gates ha lanzado al público una lista de trabajos que presumiblemente desaparecerían en un futuro cercano a partir de la implementación generalizada de las aplicaciones de inteligencia artificial que tan asombrados nos tienen. Nada nuevo.

Desde hace mucho tiempo se sabe y se dice que la máquina terminaría por superar al hombre en casi todos los aspectos de la realidad, y que ello supondría, cuando pase por fin, una suerte de entierro simbólico de las facultades cerebrales de los humanos, quienes ya no tendrían que pensar ni esforzarse para aprender o ejecutar tareas que en épocas presentes y pasadas habrían tomado años, y que ahora, según entiendo, se podrían hacer en segundos. Uno de esos oficios mandados a recoger es el de escritor. 

De manera que es muy posible, estimado lector, que dentro de muy poco las columnas de opinión que usted lea sean escritas, mucho mejor y más rápido, por una inteligencia de estas de las que nadie sabe mayor cosa; deidades que, para sus milagros, aparentemente toman toda la información existente en el mundo directamente de Internet. No hay hombre que pueda competir con eso. En este ejemplo, relativo a la escritura y la lectura de opiniones, hay, no obstante, un problema: si yo abro el periódico para leer los pareceres allí publicados, lo hago para saber lo que cogitan iguales a mí, gente que sufre con la situación política de un país, que tiene que trabajar todos los días, o que enfrenta la problemática que conlleva planchar una camisa por las mañanas…; y no lo hago para que un androide invisible trate de convencerme de nada, por más elaborado que sea su trabajo. 

Creo que los dueños del idioma español le llaman a esto empatía, es decir, ponerse en el lugar del otro. De modo que, cuando yo leo lo que una persona más o menos similar a mí escribió, lo hago para entrar en su mente y disfrutar o padecer de los recovecos de su pensamiento. ¿Habrá algo más empático que eso? Dicha cualidad tan distintivamente humana y humanizadora es la que nos hace entender la existencia ajena y, por ejemplo, a partir de ese sentimiento, elaborar teorías racionales acerca de la mejor forma de convivir. Sin ella, caemos en el riesgo de estupidizarnos más de la cuenta, y a fe que ya hemos avanzado bastante. Así, ¿quién va a leer las perfecciones de un artificio? ¿Para qué? ¿Qué sentido tendría hacerlo si los lectores sabrán de antemano que no encontrarán allí los deliciosos errores (amores, odios, pasiones y locuras) que nos hacen ser lo que somos? 

Lo mismo puede decirse de la literatura, cuya labor artesanal, la de los autores, será ninguneada por la automatización de un programa que, previas órdenes, será capaz de expeler en cuestión de momentos la más elaborada trama, con cientos de personajes, diálogos y un final sorprendente, todo con pulcritud de estilo superior. ¿Pero para qué leer algo “tan bueno”, si lo que queremos es, digamos, descubrir cómo se las arregló el escritor tratando de disimular sus propias experiencias vitales (a la vez que se valía de ellas) en favor de un libro que quizás debió editarse a las carreras? Seguramente coexistirán ambas formas de ver la vida, y, con el tiempo, volverá a ganar la sensatez.