Buen gobierno

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El pilar más firme. Así llamó George Washington, en 1789, año de la Revolución francesa, a la “verdadera administración de justicia”, en relación con que el buen gobierno solo podría fundarse en ese legítimo ejercicio del Poder Judicial. Y eso que Washington, a diferencia de varios de los otros padres fundadores de los Estados Unidos, no fue abogado, sino fundamentalmente un militar y después el estadista que conocemos.

Siendo el primero de los presidentes del país del norte, a lo mejor consideró estratégico no dejar de dotar de reconocimiento a la judicatura poscolonial, puesto que ha debido de entender que de ello dependía gran parte de la validez de sus decisiones como líder del naciente Gobierno federal. Esto, por lo demás, cuadra con las descripciones que de su temperamento pragmático, nada teórico, han hecho determinados historiadores estadounidenses. 

Son bastantes los ejemplos de gobernantes que validos, ya de su experiencia, ya de su propia personalidad, han optado por aplicar el poder político que detentan con criterios de practicidad, y no con ansias ningunas de imposición de pareceres, justificados como políticas de Estado. El resultado frecuentemente palpable en estos pueblos que, a lo largo de los momentos más importantes de su historia, han tenido la dicha de ser dirigidos por individuos sólidos que, a su vez, se han conducido con templanza para producir estabilidad entre sus administrados, es, justamente, haberse podido imponer la convicción entre la gente de que no es un ser ajeno a su realidad el que los gobierna, sino que es ella misma la que ordena su destino a través de la persona de ese que está allí circunstancialmente, acatando la ley y haciendo que se cumpla. La ley, arriba; el político, abajo. 

Aclaro que de líderes democráticos hablo, y no de dictadores y sus “revoluciones culturales”; ya que no puede incluirse en la categoría de buenos gobernantes a aquellos que, más allá de los colores con que se presenten ante el público, sencillamente no guardan respeto por una estructura jurídico-política preexistente, que, vaya ironía, a ellos mismos les ha permitido llegar a mandar. ¿O podría hacerse eso? ¿Podría decirse que un mandatario ejecuta un buen gobierno aunque no conserve en su justa medida el orden institucional previo, y que, en ese sentido, no lo fortalezca sino que lo debilite, no lo enaltezca sino que lo degrade, no busque su perfeccionamiento sino su destrucción?

Ciertamente, no sería esa la definición que de “buen gobierno” se ha destilado en los ámbitos académicos durante los dos últimos siglos y medio, y, más importante aún, tampoco se corresponde con la simple, pero poderosa, primigenia idea que George Washington expresó en su carta a Edmund Randolph, recién designado fiscal general de los Estados Unidos, ese 28 de septiembre de 1789. Pues la experiencia acumulada ha demostrado que ninguna actitud fanática en lo público puede llevar, en palabras de Washington, a la “felicidad del pueblo” y a la “estabilidad de su sistema político”, sino al desorden, a la confusión y al caos, al ruido y la furia; y, consecuentemente, a la improvisación, la irracionalidad, la violencia y, como cura de burro, a la dictadura. Todo en nombre de la democracia.