Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Argumentos técnicos hay de sobra para explicar el alza inflacionaria de estos días, en los que, sin saber todavía si entramos o no en el año cuatro de la pandemia de coronavirus, los bienes y servicios se hacen cada vez más escasos de posibilidades en los bolsillos de los ciudadanos. Ahora no quiero referirme, entonces, a lo por todos de sobra conocido, sino más bien a su opuesto: el decrecimiento de los anhelos. Nótese que no hablo del decrecimiento del consumo (el cuentico nefasto de la ministra de Minas y Energía) y demás monsergas de los economistas, sino de algo mucho más simple y por lo tanto entendible para el común de la gente: dejar de desear tantas cosas materiales para evitar caer en la pobreza como estado emocional. En otras palabras, para evitar deprimirse.
Aclaro de que ninguna manera estoy afirmando que aceptar volverse pobre y hacer una fiesta de ello sea una solución a largo plazo para los problemas que hoy enfrentamos colectivamente, pero sí quiero resaltar que intuyo que esa ha sido, y sigue siendo, la respuesta silenciosa a las carencias y privaciones que poblaciones enteras han padecido a lo largo de su historia ignota. Creo que, de otra forma, la sensación de fracaso entre esas gentes habría sido insoportable para la mayoría, y que ello no habría tardado en metamorfosearse en depresión infinita del ánimo. Paralelamente, siempre me ha parecido curioso que los expertos de la ciencia económica acuñaran el eufemismo “depresión” para referirse a la pobreza de ciertos territorios, igual que si existiera un vínculo irrompible entre la actitud de las personas (su fuerza para trabajar, instruirse e inventar cosas) y su destino.
Aunque para los amantes de la teoría del destino es tentador unir los significados de tales dos acepciones de la palabra depresión (que además tiene otros), puede ser peligroso ceder al impulso de conectar la torpeza para manejar eficientemente la mente y las emociones a nivel personal, con la inexistencia de condiciones sociales apropiadas para el florecimiento de la circulación económica tan necesaria para avanzar. Peligroso porque de ahí a elaborar facilistas hipótesis de superioridad racial no hay sino un paso. Por lo demás, si las dos depresiones de que hablamos fueran lo mismo, sencillamente no habría ricos deprimidos (y a fe que los hay), ni, especialmente, existirían personas inmersas en dificultades para alimentarse, ir al médico o vestirse que, a pesar de todo, ciertamente disfrutan de la vida como la experiencia sublime que frecuentemente se niega a dejar de ser.
Aquí es donde rehusarse a desear lo que no se tiene, o no se puede tener en el corto plazo, se vuelve importante. Y donde la filosofía aquella de vivir poco a poco, sin quejarse demasiado, tratando de aprovechar lo que hay, se manifiesta como el gran rasgo distintivo de la humanidad, el que compartimos todos, por encima de otras expresiones, acaso más ruidosas pero inferiores en cuanto a significado vital: los bípedos de pulgares oponibles que deambulamos por este planeta no nos dejamos morir tan fácilmente, y, ya puestos en ello, hacemos hasta lo imposible para subsistir. Ojalá el mundo mejore pronto, y Colombia siga a flote; y que, mientras tanto, sepamos aferrarnos a la vida.