Hambre de poder

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Por fin pude ver la famosa película de 1995, dirigida por el polémico Oliver Stone, titulada con sonoridad Nixon, como el apellido del presidente republicano de los Estados Unidos que es su protagonista. Recuerdo muy bien la de comentarios y debates que suscitó este filme antibiográfico de Richard Nixon, hace veintisiete años, cuando se estrenó también en Colombia; así como tampoco olvido que no estuve en condiciones de ser su espectador en su día, lo que quizás haya sido lo mejor para un adolescente.


Ahora que tuve tiempo y ganas para estas tres horas de cinematografía  entremezcladas con panfleto, entendí por qué este trabajo suscitó tantas emociones, y, particularmente, por qué lo hizo en Colombia, cuando en ese momento se debatía –pública y privadamente- la permanencia o salida del a la sazón presidente de la República, Ernesto Samper. 

Durante toda la película intenté conciliar dos imágenes personales que tengo de Nixon, basadas ambas en lecturas previas y prejuicios malhabidos.

La primera tiene que ver con unas declaraciones suyas efectuadas en alguno de los varios libros que, combativo, siguió escribiendo después de la derrota: al poder hay que disfrutarlo, de lo contrario no se podrá ser un buen presidente.

Esta idea no es nueva ni remotamente original, no en vano ha sido dicho que estos individuos, los presidentes, viven inmersos en un tipo de soledad inaccesible para el común de los mortales (soledad que no es melancólica sino materia de reviviscencia); y que, por lo demás, gran parte de la resistencia que se les atribuye a lo mejor consiste en haber aprendido a gozar en solitario de la confrontación permanente, y a alimentarse de tal, para así volver una y otra vez. 

La otra gran lente con que aprecié la obra de Stone fue una especie de corolario del anterior condicionamiento: Nixon padecía de una necesidad psicológica de poder político, algo semejante a una enfermedad.

De modo que si Dick confesó su gusto por el poder, como lo hizo conscientemente, tal vez ello se debió a que instintivamente sabía que requería de aquel para ser capaz de definirse, en tanto el mismo venía a ser un complemento de su personalidad; y entonces el poder (la certeza de influir aun en lo insignificante) no habría sido, en este caso, simplemente una posibilidad más de competir ante los congéneres por aquello que se considera valioso, o ya de sacarse los clavos que siempre hay que sacarse, sino el factor de cohesión de la complejísima identidad de su detentador. 

Siempre se creyó que, cuando a quien participa en cinco de las elecciones presidenciales del policía del planeta (ganó cuatro, perdió una: dos para la vicepresidencia, y una derrota y dos victorias para la presidencia) se le quita esta, su razón para existir, pues no debe de quedar nada.

Creo, sin embargo, que las dos décadas finales de Nixon, ya por fuera del juego y sin que siquiera se le permitiera volver a ejercer como abogado, resultaron, a la larga, una revancha.

La “revolución conservadora” de Ronald Reagan no fue en parte sino la satisfacción tardía que una sociedad hundida en sus excesos liberales le ofreció a la soledad de un hombre que nunca se regocijó en ella.