Entre dos aguas

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



 La salida del juego electoral directo, por parte del uribismo purasangre en la primera vuelta presidencial, todavía les dejó a los colombianos la posibilidad de votar por uno de dos programas opuestos teóricamente, es decir, en favor de un modelo de la izquierda amplia, o en el del otro, de centroderecha.
Los titulares de ambas campañas, sin embargo, han reconocido, antes y después de la primera cita en las urnas, que sus coincidencias fundamentales son superiores a las diferencias discursivas, lo que hace pensar que la única derrotada el 29 de mayo pasado, para bien o para mal, fue la derecha vernácula, esa mixtura de intereses tan metódica como invisible, que la última vez tardó medio siglo en encontrar a un líder que sucediera eficazmente al sectario Laureano Gómez. También es dable concluir, por ahora, que nos será forzoso lidiar con el cambio que se viene.

Las preguntas que surgen desde la obviedad son, claro, qué tanta reforma es necesaria, en qué áreas de la vida comunitaria debe darse, y cómo se la puede lograr sin daño del trabajo previo, entre otras. Porque partir de la base de que casi todo se ha hecho mal, que poco sirve, y que, en ese sentido, “hay que matar al padre”, como lo planteaba Sigmund Freud en relación con el ansia de independencia infantil, no sería realista, sino contraevidente y, por ello mismo, fanático. Sin entrar en detalles, que esto no es para eso, es cierto que la gente está cansada del abuso de las posiciones dominantes, de la incompetencia de las oficinas estatales, de la falta de efectos tangibles en materia de políticas públicas, de la inseguridad, la violencia y el hambre, de la precariedad laboral, y que la búsqueda de soluciones respecto de esa problemática en la que me quedo corto no da más espera.

No obstante, es preciso recordar que en la vida social, a diferencia de la empresarial o incluso de la político-electoral, no existen respuestas de resultado automático, y, así, el equilibrismo requerido en elecciones para convencer a una masa heterogénea de votantes no es nada comparado con la labor de serio malabarismo que el presidente de este país tendría que ejecutar para dar a cada uno lo suyo a través de actos de gobierno fundados en la ley. He aquí lo sustancial: el votante debe entender que cosa alguna de lo prometido por los candidatos se puede concretar sin amparo jurídico, debido a que el presidente colombiano, por más popular que sea, solo tiene permitido hacer lo que le ha sido ordenado constitucional y legalmente. Lo demás es paja; acaso biensonante, pero paja.

Pues bien, ciertamente preocupa a muchos vecinos que ninguno de los dos candidatos de esta recta final se caracterice por ser un pétreo promotor del derecho (aunque, digo yo, no lo sean menos que el grueso de sus colegas de los recientes doscientos años). A uno le gusta reordenar, improvisar, cambiar por cambiar, mediando un personalismo insufrible; y al otro lo empujan la impaciencia y la exaltación, alimentadas por una otoñal inexperiencia en la cuestión nacional. A lo mejor la inquietud que debe incubar el elector tiene que ver con saber cuál de las dos idiosincrasias enfrentadas, ya en el poder, puede ser en últimas mejor domada por la opinión ciudadana y la institucionalidad sutil.