Parte de normalidad

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Este asunto del paro armado nos recuerda que, pese a las afirmaciones en sentido contrario, no es verdad que nuestro Estado de derecho haya alcanzado la madurez necesaria para garantizar a los colombianos el disfrute de una vida digna.
Pues el hecho de que en medio país la violencia se haya apoderado de las libertades de los ciudadanos, ya sea porque extraditaron a un delincuente y este dizque se está vengando de ello, ya porque la época electoral actual así de inexorable es, indica bien que los tiempos en que era válido sentir miedo sencillamente nunca se fueron. Resulta descorazonador ver las imágenes que inundan las redes sociales y percibir la orfandad en que se encuentran cientos de miles –millones- de compatriotas que han tenido la mala fortuna de nacer en zonas geográficas a las que parece que nunca pudo llegar del todo el esquivo concepto de legalidad.

Pero ¿qué pasa realmente en este país? ¿Quiénes están detrás de los infames actos de represión criminal contra la población indefensa? Y, lo de fondo: ¿por qué no lo sabemos todavía con certeza? Es como si nos dieran la noticia apenas con su cascarón: hay un paro armado, y ya. O, tal vez: hay un paro armado, y es posible que tal se deba a que un extraditado lo ordenó. Y ya. No somos enterados de la situación subyacente. Por otro lado, la realidad muestra que medio país (¡literalmente medio país!) está controlado, no meramente influido, por poderes con capacidad militar equiparable a la fuerza pública, y quién sabe si superior. La realidad también enseña que la fuerza pública no sabe lo que pasa, o bien, sabiéndolo, no puede o no quiere actuar. Unas reacciones de seguridad nacional tan paquidérmicas e inanes por parte del aparato estatal, como las habidas, dan fe de ello.

Mientras tanto, los candidatos presidenciales con opciones ciertas de obtener la victoria final en cosa de cuarenta días se acusan mutuamente, sin pruebas concretas, el uno al otro. Que este se alió con aquellos, y que aquel hace rato es compadre de estos… Qué cansancio. ¿Y la gente? ¿Quién cuida a la gente, a los pobres, a los desarmados, a los que viven en esa Colombia hecha lejana? ¿Y el presidente de la República, dónde está? Ah, sí, en la pacífica Costa Rica, asistiendo a la posesión presidencial de ese país. ¿Y los ministros de Defensa y del Interior? Claro, al frente de las cámaras y los micrófonos, dando el parte de normalidad, hablando de capturas y de que, aquí, a la larga, no pasa nada. Entiendo lo que dicen: “nada” significa en sus lógicas “nada” que no se haya sufrido antes. Porque en Colombia nos acostumbramos a vivir así, en estado de guerra permanente, y no hay mucho que hacer. Si usted se queja, seguramente no faltará quien lo invite a abandonar el país.

La exigencia de que esto tiene que cambiar no pertenece exclusivamente a uno o dos candidatos presidenciales; aceptar eso sería suponer que los colombianos no tenemos derecho a indignarnos con lo que ocurre. El sentimiento mixto de rabia, impotencia y desazón es lo que mejor han conocido los que hace diez o veinte años eran jóvenes y les fue prometida una vida mejor para más adelante. Sin embargo, esa tranquilidad no llega, más bien se diluye hasta la muerte la ilusión de conocerla.