Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
De Hitchcock, siempre me gustó el buen humor empleado para narrar historias, especialmente porque es claro que sus películas no son comedias, y que, en realidad, solo dejan ver la templanza de sus protagonistas (y no de los personajes secundarios) como un anzuelo para lo que suele venirse acto seguido, algo que quizás no sea tan fresco o dinámico.
La vida, que imita al –séptimo- arte, sin duda. De eso se trata Alfred Hitchcock, diría si me preguntan. Nada de lo por él dispuesto en pantalla ocurre porque sí ni carece de bases sólidas de conocimiento existencial. Eso que susurra el londinense sin perder la serenidad antes ha pasado por el tamiz de las posibilidades, y ha sido visto por el través del lente colorido y tenue de quien entiende los motivos ocultos de los personajes, o que al menos los intuye con muchísima corrección. Ahora bien, no solo de las grandes empresas fílmicas vivió aquel hombre: durante diez años gozó en televisión divirtiendo a sus gentes con la desafiante trivialización del horror más tenebroso que puede concebirse; no el de los espantos y espíritus, sino el de los demonios de carne y hueso, que andan por ahí incluso riendo a carcajadas. Dicho programa se tituló “Alfred Hitchcock presenta”.
En la osamenta de la generalidad de sus fábulas se hace alusión al tradicional culto del universo anglosajón por el realismo, el materialismo, el individualismo, la laboriosidad, la rigidez emocional…; no obstante, es evidente que los sucesos que en verdad intrigan a Hitchcock, antes que los mundanos, son los íntimos, y, de estos, los relativos a las decisiones personales que determinan a su vez el apego del solitario ser de la acción, ya al bien, ya al mal, y que lo hacen dando forma a un destino, nunca con finalidad moralizante, más bien en sincronía con el giro invariable de la rueda de la diosa romana llamada Fortuna. Al director británico le gustaba leer historias así estructuradas, quizás para valerse después de la negrura extraída en sus largometrajes, en medio del ruido de un estudio de grabación; tal fe en la literatura lo llevó a confeccionar varios compendios de cuentos, que luego publicó con la confianza excesiva y risueña de costumbre, y, sobre todo, con irritante éxito.
He leído en mis recientes ratos de ocio uno de esos libros que editó sin corregir una letra (sí que compuso las mamagallistas introducciones), y es como ver cortometrajes suyos nuevos. Los cuentos anuncian el tono de La ventana indiscreta o Los pájaros, aunque no sean de su autoría. Entonces, sí, me di cuenta el otro día de que ver a Alfred en las ficciones que en vida prefirió es como hablar con un muerto, uno que lleva más de cuarenta años bajo tierra, y que él descubriera sus secretos.