Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
La polémica desatada debido al hallazgo de posibles irregularidades en la tesis de maestría de la actual presidenta de la Cámara de Representantes, Jennifer Arias, por parte de Plagio S.O.S., me ha hecho recordar las distintas épocas de mi vida académica en que sacrificaba enteros días de sol, y noches de descanso, solo para hacer las lecturas que tenía pendientes, borronear los resúmenes correspondientes, y tratar de elaborar de la nada, ya una descripción, ya un argumento, que satisficieran las necesidades epistemológicas de un problema de investigación desagregado en preguntas y proposiciones.
Nada de lo anterior, desde luego, implica que fusilar totalidades o partes del trabajo intelectual previo de otros deba ser mínimamente aceptado por la sociedad, pues son suficientes y racionales las formas que se han dispuesto metodológicamente para que un estudiante investigador pueda valerse de los esfuerzos cerebrales de aquellos que le llevan ventaja temporal sin necesidad de engañar a nadie. Hablo de las citaciones, textuales y de paráfrasis, que están, no solo permitidas, sino alentadas en tanto que fundamentales, al interior de los textos de la academia (llámense, como se llaman alternativamente en derecho, monografías, ensayos argumentativos o disertaciones).
La pregunta que sigue es: si ya está inventada la manera de utilizar adecuadamente las fuentes de información sobre un tema, ¿por qué no reconocerle al autor de una exploración previa todo el mérito que le cabe, si ello no solo no es perjudicial, sino deseable en el ámbito de estudio? O, como lo afirmó el propio politólogo Alain de Remes, presunto afectado en el caso de Arias: “[…] Se vale usar las ideas, pero citando al autor. Sino (sic) es plagio”. La respuesta a dicha pregunta va desde la simple vanidad de pretender presentarse como más inteligente y agudo de lo que realmente se es, hasta el miedo a que se evidencien las costuras de un trabajo investigativo hecho por mano propia, pasando por el que quizás sea el móvil mayor: la dudosa viveza de calcular que no se será descubierto, y, en esa medida, la convicción errada de que nadie lee las tesis de grado.
El error de un político en estos casos está en creer que, en lo que respecta a él, no va a haber quienes estén interesados en escudriñar el documento que entregaron. Sobra explicar por qué. Así, no son pocos los casos de altos dirigentes de la política europea a los que les ha tocado renunciar porque les han encontrado porcentajes cercanos al 20 o al 30%, dentro de una disertación de doctorado, que no han sido correctamente citados, o que no lo fueron en absoluto, omisión que ha derivado en la consecuente apropiación indebida del crédito ajeno. Las víctimas de esta trampa auto-impuesta son seres inverosímiles, que, tratando de aliñar su hoja de vida, terminaron ensuciándola.