De quién es la culpa, del legislativo, judicial o el ejecutivo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Jesús Iguarán Iguarán

Jesús Iguarán Iguarán

Columna: Opinión

e-mail: jaiisijuana@hotmail.com


Es elemental comprender que en nuestro país el delito se configura como el desestabilizante de la sociedad y la ley. Es importante resaltar que en este país hablar de las organizaciones criminales y la ola de inseguridad que nos atrofia, nos referimos, a un continente de ellas. A diario vemos en los medios televisivos como va evolucionando este flagelo, sin que podamos detenernos en la búsqueda de un mecanismo para combatirlo.


Soltar el delincuente por no ser capturado en mera flagrancia, poner al malhechor en libertad por vencimiento de término, echar a la calle al bandido por considerar que no es peligro para la sociedad, enviar al bandolero a su hogar por considerarlo de un “alto grado social”   no es señal de perfección ni esfuerzo para combatir el delito, más bien es contribuir a su evolución. Las leyes, se crean precisamente para la simplificación del delito, jamás para su prosperidad. 

Estas parcialidades al delincuente contribuyen visiblemente a consolidar una sensibilización frente al dramatismo de la situación que hoy enfrentamos, su consiguiente aceptación, ha llevado a que algunas porciones de nuestra ciudadanía, no involucradas precisamente en actividades ilícitas, empiecen a pensar en el delito como una deseable forma de vida.  


Por lo anterior se necesita unas leyes con bastante contundencia, que el delincuente se sienta oprimido por las normas y logre encadenar en él, su ímpetu deshumanizado y barbarie.

 Es necesario y urgente refrenar la evolución de este flagelo que tiene a la sociedad en el más alto grado de abatimiento, y de paso ha logrado que los “tiernos corazones” del ciudadano colombiano pierdan el valor civil. La valentía del ciudadano se ha perdido, ya no creen en la justicia, ya no se atreven denunciar al delincuente, porque la experiencia les ha enseñado que al acudir a la justicia es convertirse  en un nuevo mártir, en una cifra más del implacable aumento de la criminalidad. 


Si alguna enseñanza no ha suministrado la historia, que acostumbra a darlas tan elocuentes aunque a veces y por desdicha tan mal aprovechada, esa enseñanza es que el Estado no ha podido jamás restablecer el orden público, lejos de hallarse restablecido se halla hondamente perturbado, lo cual contribuye a confusos problemas de diversos géneros que ciertas ambiciones políticas y el espíritu “revolucionario” procuran enmarañar hasta lo infinito.


Ahora que la inseguridad y el delito se encuentran en su máximo resplandor, de quién será la culpa, del legislativo por realizar leyes raquíticas cuya penalidades son evasivas a penas inflexibles, el ejecutivo por no poseer la cantidad de inmuebles para castigar el diluvio de delitos que a diario se comete o el poder judicial que para implanta justicias se torna lenta, paquidérmica, enclenque y débil, se muestra tan deformada que parece significar cosa diferente  y tal vez le atribuimos una situación antagónica a la suya propia. Nos pertenece tan cerca a los unos y a los otros que estrujada en nuestras manos todos días, parece haber perdido, su majestad, su prestancia, su alta dimensión jerárquica. 

Esta conducta casi nula en implantar justicia severa, ha logrado con lentitud la evolución del delito y del inconformismo, hoy aprovechada por la izquierda para explicar al pueblo que es necesario un radical cambio que sólo ellos son capaces de establecer. 


No podemos dejar ser testigo, que en este continente donde se ha implantado  normas izquierdistas, sólo hemos notado que quienes toman el poder con ideología socialista, parecen haberse ganado una dádiva grandiosa, cuya razón los aleja de las exigencias del pueblo, y a la brava lo someten a su voluntad para perpetuar en el poder.