A opinar se aprende

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Muchas veces he pensado que, en un país como Colombia, son más los enemigos que se gana el que expresa su opinión permanentemente que aquel que guarda un prudente silencio. “Dueño de su silencio, esclavo de sus palabras”.
Ciertamente, destapar las cartas con frecuencia no suele ser aquí buen negocio, a no ser que se trate de cartas desdibujadas que inducirían a conveniente error a los demás jugadores…, cuestión aparte. En general, opinar sobre los asuntos públicos es incluso peor que simplemente opinar sobre el deber ser de las cosas a nivel muy general: que hay que hacer las cosas bien, que todos nos queremos aunque no nos lo digamos, que el amor es bueno y el odio es malo, que la vida hay que vivirla a plenitud y sin mezquindades, que esto y lo otro, y nada más. Opinar sobre lo público, decía, es hacer frente a la realidad más enredada y oscura que se imagine.

¿Para qué hacerlo, entonces? ¿De dónde sale ese afán por conversar a lo lejos con quienes en su mayoría no quieren hablar de nada relevante, sino apenas de trivialidades? ¿Es necesario tentar a la suerte escribiendo sobre el tono de claroscuros sociales, cuando, a veces, son muy pocos los colombianos (o insignificante su número) que entienden en qué consisten aquellas dudas? En otras palabras: por qué la necedad. Por plata no será: a nadie le pagan –cuando le pagan- gran cosa por escribir opiniones; pues tengo entendido que, si alguien quiere dedicarse a eso, tiene que escribir en tres o cuatro medios de comunicación al tiempo a ver si así puede llegar a fin de mes. Por vanidad, tampoco: después de haber visto publicado su nombre, no una sino cientos de veces, aquel afán algo juvenil de explicar el pensamiento naturalmente ha de ceder ante presiones más terrenales.

Y yo, ¿hacia dónde me dirijo con todo esto? Fácil: a la inesperada muerte de Antonio Caballero. Sería el mediodía de los años noventa del siglo pasado cuando vi con asombro que había gente en Colombia que se dedicaba profesionalmente a escribir opiniones. Hacia la misma época se me hizo evidente que se daban variantes en la calidad de unos pareceres y otros; mientras algunos eran ejecutados desde la emoción, casi como gritando, y, así, la profundidad que alcanzaban era más bien poca, y ahí se quedaban, existían otros que se habían decantado en el alambique ubicado en los cuartos traseros de la racionalidad, frutos de un verdadero esfuerzo por entender, y que eran generosos en cuanto a la descripción de ese proceso a veces estéril en escenarios donde nada está claro. Era notorio, eso sí, que formaban una posición definida y concreta, nada difusa ni ambigua.

Es un sobreentendido decir ahora que Caballero ejercitaba la costumbre de concebir y finalmente escribir opiniones de esta última y escasa especie; y que por eso duele que nos hayamos privado todos, admiradores y detractores, de diez o veinte años más de su trabajo. Colombia se va quedando sin polemistas de seso (y, en su lugar, cada vez tiene más “influenciadores”), gente que sirve para evitar tener que matarnos de formas menos elegantes que la palabra, que son las formas propias de los que renuncian a la sindéresis, la ponderación y la toma de decisiones. Descanse, Antonio.