Nada tímido elogio del ajedrez

Columnas de Opinión
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El ajedrez, como el mar, sólo nos muestra el agua de encima. En el juego de los trebejos, la procesión de belleza y discrepancia va por dentro.

Para muchos, el ajedrez se convierte en esa mujer fatal que nos acompaña en los sueños y en los insomnios. Durmiendo soñamos con la jugada que pudo haber sido y no fue. Sí, muchas partidas las ganamos durmiendo. Perdemos otras.

El ajedrez es el indiscutido esperanto de la imaginación. Sirve para demostrar la existencia de Dios. Y de la belleza.

"¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?", se pregunta Borges en uno de sus sonetos sobre el juego que nos iguala por lo alto a miles en este tablero llamado mundo.

La vida, el ajedrez y la música son siameses. Ambos tienen entrada, medio juego y final. Lo mismo ocurre con las noticias, en la vieja estructura de la pirámide.

Una partida es una exigente carrera de cien metros - o una maratón- en la que los músculos apenas se mueven dentro del tablero, esa pasarela donde se pavonean 32 piezas que exijan que las movamos con cierta poesía.

Se equivocan quienes sospechan que es un juego monótono, aburrido, lento, simple como beso de boba.

Los trebejistas, uno de los alias de quienes practicamos esta religión del silencio, tienen mucho de cirujanos plásticos: plebeyos peones reencarnarán en encopetadas damas cuando coronan la tierra prometida del antagonista. Proletarios peones podrán comer reina en algún azar de la confrontación.

"Me dan lástima quienes no ven belleza en el ajedrez", tronó el fallecido Bobby Fischer, el excéntrico campeón que vino de Brooklin a darle estatus al juego-deporte-ciencia-tic-pasión-pasatiempo-enfermedad. Todo eso se da en la escueta geografía del tablero.

Hasta Fischer los jugadores eran bohemios, mal vestiditos, generalmente andaban con el almuerzo embolatado. Como sus colegas, los poetas de antes.

Ahora los grandes campeones ponen condiciones antes de sentarse al tablero. Cobran sumas astronómicas. Son tan importantes como Messi, Ronaldo, Madonna, Federer, Tiger Woods, Clinton, Nadal.

O conspiran contra los gobiernos, como en el caso del ex campeón Kasparov, empeñado en cambios en el ajedrez político ruso. Algo que no logró en las últimas elecciones. (En la única visita que hizo al país, Kasparov agradeció a la vida haber tenido un rival tan difícil como Karpov: sin él, dijo, no habría llegado tan lejos).

"Cometo errores, luego existo", comentó filosóficamente Tartakower.

Y el excéntrico hombre de teatro español, Fernando Arrabal: "El ajedrez no es como la vida. Es la vida. Justo como en el teatro".

Dime cómo juegas y te diré de qué vas a morir. En la forma de mover las piezas, se te sale el católico, el ateo o el testigo de Jehová que te habita.

Más que una charla con el siquiatra en la comodidad horizontal del sofá, o con el confesor en la intimidad vertical del confesionario, es en una partida de ajedrez donde el cliente queda retratado de cuerpo entero. Y se ahorra la cuenta. Cada partida es como una autobiografía no escrita.

Alguien dijo que si no hubiera perros, no valdría la pena vivir. Diría lo mismo del ajedrez. Enroco sobre mi mismo y desaparezco.

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