Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
En 1985 ganó las elecciones presidenciales del Perú un joven abogado que todavía no alcanzaba la edad de treinta y seis años, candidato del Partido Aprista, y, en ese entonces, brillante estrella roja del firmamento político latinoamericano.
Cuando Alan García se iba por fin, en 1990, el Congreso peruano no lo dejó despedirse debido a la ensordecedora rechifla que le dedicó la mayoría de los presentes en el hemiciclo. Alan, siempre sonriente, se esforzó por acabar su discurso, pero era sencillamente imposible: la impopularidad con que terminó su mandato era tal que se lo podía atacar en su persona con impunidad, ya que nadie lo defendía. Por lo demás, igual de imposible se creía entonces que un anónimo ingeniero de ojos rasgados le ganara de mano las elecciones presidenciales a quien contaba ya tres años viajando por el mundo presentándose a lo jefe de Estado en funciones, Mario Vargas Llosa, sin que ni siquiera se hubieran celebrado los comicios electorales respectivos. En este sentido, diríase que la palabra imposible es relativa en el Perú: García, contra todo pronóstico, volvería a ser presidente entre 2006 y 2011, después de vivir en Colombia (ah, Colombia, refugio de bribones) durante nueve años.
Es inevitable reconocer que Alan, leal a su modo dramático de perorar y vivir, nunca desdeñó el recurso del honor, y, así, hace un par de años se voló la tapa de los sesos con serena premeditación para “dejar su cadáver como una muestra de desprecio a sus adversarios”. Está escrito y cumplido. Después de todo, no es fácil jalar del gatillo, y menos para avergonzar a enemigos en perenne voltereta política. Ejemplo de lo último fue lo del Tsunami Fujimori, que derrotó a Vargas Llosa en 1990 porque el escribidor se desangeló antes de tiempo; anticipó mucho el tono de su presidencia y creó sin proponérselo el ambiente adecuado para que un jugador sin miedo animara a las gentes de los “pueblos jóvenes” con las promesas populistas de siempre, y para que triunfara su coqueteo a los terratenientes y empresarios mediante la propuesta algo tácita de combate frontal a la guerrilla, ya sin los remilgos morales de un europeísta como Mario. Por eso, hoy extraña sobremanera la apasionada defensa de este respecto de la hija de aquel; apuesta que también parece haber perdido el escritor: cuando tecleo, vence por muy poco el nuevo Fujimori, uno de pura cepa, Pedro Castillo.